sábado, 18 de diciembre de 2010

Dnaskndskn

“Dnaskndskn”, podría decirlo tres veces más: dnaskndskn, dnaskndskn, dnaskndskn. No me canso de repetirlo. Hoy al despertarme he encontrado unos okupas en el salón y les he saludado así, estampándoles un “dnaskndskn” de buena mañana. No sé si me han entendido, de ser así les pediría que me lo explicaran. La verdad es que no tengo ni idea, quizá por eso lo proclamo a viva voz, dnaskndskn, a ver si atrapo algo de su significado. No, no hay manera, se me escapa. Entonces lo vuelvo a gritar, dnaskndskn, y me atraganto con las cuatro últimas letras. Sin embargo, no me rindo, articulo de nuevo la palabra mágica y uno que pasa en ese instante por allí me mira como si estuviese resfriada. Dnaskndskn, le respondo y esta vez él dice “salud”, como si dnaskndskn fuese un estornudo. Menuda estupidez, me siento ofendida. De todas formas, todavía no sé lo que es y tampoco estoy segura de lo que no es. Quizá sí que se trate de un estornudo.

Dnaskndskn, dnaskndskn, dnaskndskn, me repiquetea en los tímpanos. Me doy cuenta entonces de que dnaskndskn es el resultado de dar cabezadas frente al ordenador .Dnaskndskn, tecleo cada vez que me entra el sueño. Intento transcribirlo incorporada y usando las manos, pero me ahogo después de la única vocal y al morir mi cabeza cae sobre el teclado en la misma posición que cuando daba cabezadas. Lo peor de todo es que todavía no sé lo que significa , aunque mis últimas palabras sean una concatenación de dnaskndskn sin comas ni espacios entre ellas:

dnaskndskndnaskndskndnaskndskndnaskndskndnaskndskndnaskndskndnaskndskndnaskndskn.

martes, 7 de diciembre de 2010

Un hombre a un caparazón pegado



Resultó que en lugar de crecerle barba le creció un caparazón y pasó de lampiño a molusco. Ocurrió el día de su decimoquinto cumpleaños, creyó que se trataba de un regalo, igual que regalan libros, videojuegos o camisetas demasiado pequeñas. Le encantó despertar con una concha pegada a los omoplatos, las paredes internas estaban impregnadas de una sustancia parecida a la mantequilla, que le permitía moverse a sus anchas dentro del caparazón. Prefería su nuevo cuerpo al antiguo, sin duda alguna. Esa misma mañana se despidió de su familia, les dijo que iba a instalarse en su nueva cáscara. No se opusieron, tampoco le alentaron, se limitaron a mirarle como si fuese un manual de instrucciones para poner en marcha una lavadora. Allí mismo, ante los indolentes ojos de sus progenitores, se agachó y se escurrió por entre las sinuosas cavidades del armazón. Permaneció allí un par de eternidades hasta que un pie despistado tropezó e hizo añicos la cáscara. Ahora, mientras un pie le asfixia presionándole el abdomen, se arrepiente de no haber recibido una cuchilla de afeitar como regalo de cumpleaños, como mucho, habría acabado con algún que otro inocuo corte en las mejillas y no con cisuras casi imposibles de cicatrizar.