En el país de
las cosas invisibles los dientes de leche crecen color madreperla al lado de
otras especies similares, como las lamparitas de noche y los días sin luz. En
el país de las cosas invisibles un diez por cierto de la masa de un iceberg
permanece bajo la superficie. Debajo de la
superficie apenas cabe un calcetín de la talla treinta y siete en posición
vertical. Lo más profundo, donde más cubre, se sitúa al nivel de los tobillos y
puede engordar hasta exceder las fronteras nacionales. Los habitantes se
saludan en silencio y siguen charlando sin necesidad de mover los labios. Algunos
jóvenes, por diversión, se dedican a arrancar dientes de leche de las
plantaciones. Entonces la tierra grita como un niño inerme y durante unos
segundos hace tanto ruido en el país de las cosas invisibles que todo, hasta
los objetos anodinos, cobra visibilidad. Algunos territorios vecinos se han
percatado de la existencia de ese extraño pueblo que se enciende y se apaga
como una farola rota. A pesar de la posición estratégica en la que se encuentra
y de la riqueza de sus tierras, receptáculo de bombillas de bajo consumo, a
ninguna de las naciones aledañas le interesa conquistarlo, pues considera
contraproducente poseer un país que no se verá en el mapa.