La señora
Schmidtker se encargaría de cuidar al gato de Schrödinger durante las dos semanas
en las que este estuviese en el extranjero, en un importante congreso
científico. No fue tarea fácil y la señora Schmidtker sabía que le costaría
ganarse el cariño de aquel gato al que el comportamiento extravagante de su
dueño había vuelto medroso y desconfiado. Ni siquiera se había molestado en
ponerle un nombre, así que en el vecindario todos lo conocían como el gato de Schrödinger.
La pobre señora Schmidtker acababa exhausta al tener que pronunciar tantas
veces aquel pseudónimo tan largo e impronunciable incluso para ella. Gato de Schrödinger,
Gato de Schrödinger, gritaba mañana y noche, ya que el minino se escondía en
los recovecos más remotos de la casa, acostumbrado a huir de su dueño, por el
que sentía auténtico pavor y del que sospechaba fantaseaba con envenenarlo. El
día en que se esperaba la llegada del señor Schrödinger, la señora preparó un
pastel de arándanos para darle la bienvenida. Dejó todo su afecto y ternura en
la cocina y estaba tan atareada aplastando los arándanos con sus frágiles y
arrugadas manos que no se dio cuenta de que había dejado entreabierta la puerta
del salón, que daba hacia el jardín, como tampoco se percató de que el gato aprovechó esa rendija de
libertad para escapar. Aquella noche, ni siquiera el delicioso postre pudo
calmar la congoja de la señora Schmidtker o perturbar la frialdad del señor Schrödinger.
Todavía hoy se ignora el paradero del gato, y sobre todo si sigue vivo o
muerto.
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