Me gustaría saber
si él ha escrito algo en su diario sobre esa fotografía pegada en la pared de
mi salón. En realidad, no es mía, sino del otro. Aún así, a él le gustó mucho.
Por supuesto, no sabía que pertenecía al otro. Se habría enfadado, o habría fingido
que le parecía muy vulgar, o muy cursi, o muy negra. También me gustaría saber
si el otro se acuerda de haber tomado esa foto que tanto me impactó. Más
todavía, querría saber si el otro sabe que es el otro. Él se cree él, y por eso
le perturba cualquier acercamiento del otro. Teme que el otro deje de ser otro
y se convierta en él. Me pasó lo mismo cuando conocí a la otra. Al principio,
yo no dudaba de que yo era yo, pero luego, en alguna ocasión escuché a personas
ajenas, lejanas, referirse a mí como la otra. Cuando lo analicé con frialdad,
dejó de molestarme. Esas personas no eran importantes para mí, así que no me
importaba no ser yo para ellas. Solo me preocupaba por ser yo para los que yo
veía como ellos mismos. Ahora bien, imagina que él, a quien considero él por
encima de todos los demás, se da cuenta del aprecio que siento por el otro. En un
ataque de celos o de narcisismo me forzaría a dejar de ser yo, al menos durante
un rato. Y yo no podría evitar dejar de verlo como él mismo, se me antojaría un
poco igual a los demás, al menos también durante un rato.
jueves, 3 de marzo de 2016
domingo, 12 de julio de 2015
Puntos suspensivos
—:o —contestó ella
mientras dejaba caer el cuerpo muerto en el diván.
—^^ —mintió él,
ocultando una patente incomodidad.
—^^ —remedó ella
sin saber muy bien cómo reaccionar.
—:/ —soltó él,
cansado de disimular.
—:/ —respondió ella
mecánicamente.
—¬¬ —objetó él mostrando el hastío que le provocaban sus réplicas,
que no eran más que un calco de las suyas.
—xd
—X_x —amagó
él sin dar crédito, su reacción le resultaba irritante porque nada le crispaba
más los nervios que la gente que hacía «xD»
con «d» minúscula.
—… —hicieron ambos
al unísono.
Así pasaron el
resto de su vida, suspendidos en una indiferencia irrespirable. Nadie habría
imaginado que un inofensivo juego que consistía en imitar las muecas de los
emoticonos acabaría de una manera tan funesta. Tal era la conmoción de los amigos
y conocidos al ver el estado de aquella pareja que tan feliz había sido antaño
que ni siquiera pudieron esbozar un simple O.o.
miércoles, 3 de junio de 2015
Asfixia en la sala de espera de un hospital
Hoy
me atraganté con un trozo de boca, y cuando fui a sacarlo se había encajado en
el tubo del esófago. Le pedí a mi madre que me diera palmadas en la espalda
porque sentía que me iba a ahogar de un momento a otro, y nunca había imaginado
que mi muerte podía ser tan triste, tan triste que todos llorarían de la risa.
De verdad que me sentía peor que un trozo de suela despegada de una zapatilla.
Mi madre acudió apresurada y me pegó tan fuerte que casi quise morirme, aun
sabiendo que en mi funeral todos se desternillarían a escondidas. De golpe
recobré la respiración. Algo salió expelido de mi rostro, aunque no estoy muy
seguro de qué orificio provenía, ya que estamos condenados a no poder vernos la
cara si no es a través de un reflejo o una fotografía. Me acerqué a esa masa
extraña que yo mismo había escupido con tanto vigor que había saltado hasta el
otro lado del sofá. La agarré con ambas manos y deduje que se trataba, como
intuía, de mi propia boca. Le dije: vaya, tú por aquí, qué extraño encontrarte
en este lugar. Y me di cuenta de que el sonido no provenía de mi rostro, sino
que mi boca, ya desgajada de cualquiera de mis rasgos faciales, se movía y
pronunciaba todo aquello que desde mi cabeza podía maquinar. Ese momento de
sorpresa se esfumó enseguida, pues lo extraño hubiese sido que mi propia boca
no emitiese las palabras que yo pensaba. Aun así, continué hablándole como si
fuera un desconocido con el que debes compartir sala de espera en el médico. De
lejos se nota que yo gozo de una salud portentosa, así que no sabía muy bien
qué podría estar haciendo en una hipotética sala de espera de un hospital. La
situación empeoraba a ritmo vertiginoso, pues no solo no estaba muy convencido
de querer estar allí, sino que además, el turno no me llegaba nunca. Me levanté
de un brinco y le dije a mi boca: Mira, ya estoy harto, me voy, ahí te quedas.
Entonces sí que ocurrió algo inaudito, antes de que consiguiera empuñar el pomo
de la puerta para salir pitando escuché: Si te separas de mí, y no dejas que
sea yo la que habla por ti, ¿quién va a querer escuchar semejantes tonterías
como todo este paripé que acabas de montar?
sábado, 4 de abril de 2015
Una novela portuguesa
Le llegó un encargo de traducción al castellano de una novela portuguesa.
Al recibir el libro, el traductor quedó perplejo, pues ya en la primera página
se topó con un texto en una lengua que él no dominaba: el neerlandés. Volvió a
leer las condiciones del encargo. Se trataba, en efecto, de una novela en
portugués. Consultó entonces el libro de estilo de la editorial y según las
normas, las citas que en el original apareciesen en un idioma distinto, no se
traducirían en la versión castellana. Consideró, pues, que aquellos primeros
párrafos eran una cita en neerlandés, pero pasaba las páginas y no había rastro
alguno de gramática románica. El traductor se limitó a teclear letra por letra
el relato en neerlandés. Acabó el trabajo más rápido que nunca. La edición castellana
solo difería de la portuguesa en la portada. El libro se editó después en más
de dieciséis países. Nadie lo entendía y por eso todos lo comentaban. Nadie lo
entendía y por eso todos los críticos, estudiantes de literatura, e incluso muchas
amas de casa buscaban cualquier altibajo en una conversación para opinar sobre
él. Nadie lo entendía y por eso todos lo compraban. Mientras tanto, en los Países
Bajos, el libro cayó en el olvido, entre todos los periódicos y revistas literarias
nacionales las escasas reseñas no alcanzaban para llenar más de dos folios.
sábado, 28 de febrero de 2015
Verosímil
Para sembrar la duda solo se necesita un
ingrediente: verosimilitud. La verosimilitud se opone a la verdad y, en última
instancia, se asocia con la narrativa; mientras que la verdad se relaciona con
la realidad. ¿Pero cómo separar lo verosímil de lo veraz? ¿Cómo reconocer uno y
otro? Recuerdo que una de las lecturas que me marcó en la infancia fue Peter
Pan. Tras leerlo me convencí de que podía volar, estaba seguro de que era capaz
de mantenerme en suspensión a una altura de más de un metro por encima del
suelo y de que con la práctica mejoraría. En el colegio me enamoré de una chica
que iba a la clase de al lado y la imaginé como había imaginado a Wendy. La
quería con el frenesí de un niño de ocho años y ese amor alimentaba mis
fantasías, daba fuerzas a mi vuelo y a la creencia de que algún día surcaríamos
el cielo ella y yo hasta Nunca Jamás. Un día durante el recreo vi cómo un chico
un año mayor que yo se sentaba al lado de mi enamorada y la besaba en la
mejilla. Fue mi primer desengaño amoroso. Esa misma tarde, al llegar a casa, me
subí encima de la mesa del salón y estiré los brazos hacia arriba. Era el
ritual que yo suponía había de seguir para levantar el vuelo. No ocurrió nada,
ni siquiera despegué un solo dedo meñique de la mesa. Mi amor se había agotado
y con ello dejé de creer que podía volar. Les confieso esta anécdota a ustedes
porque sé que alguna vez han experimentado algo parecido; sé que alguno de
ustedes le ha dibujado en su mente un cuerno a un caballo y ha dado vida a un
unicornio, o quizá ha cogido a ese mismo caballo al que otro le había colocado
un cuerno y, en lugar de eso, ha cambiado la cabeza de animal por la de un
hombre y ha visto centauros. El amor es un gran catalizador de la verosimilitud
y entre la verosimilitud y la verdad las fronteras no están bien definidas.
Fragmento de Rari nantes, Gadir, 2015
jueves, 8 de enero de 2015
Variaciones sobre un tema de Schrödinger
La señora
Schmidtker se encargaría de cuidar al gato de Schrödinger durante las dos semanas
en las que este estuviese en el extranjero, en un importante congreso
científico. No fue tarea fácil y la señora Schmidtker sabía que le costaría
ganarse el cariño de aquel gato al que el comportamiento extravagante de su
dueño había vuelto medroso y desconfiado. Ni siquiera se había molestado en
ponerle un nombre, así que en el vecindario todos lo conocían como el gato de Schrödinger.
La pobre señora Schmidtker acababa exhausta al tener que pronunciar tantas
veces aquel pseudónimo tan largo e impronunciable incluso para ella. Gato de Schrödinger,
Gato de Schrödinger, gritaba mañana y noche, ya que el minino se escondía en
los recovecos más remotos de la casa, acostumbrado a huir de su dueño, por el
que sentía auténtico pavor y del que sospechaba fantaseaba con envenenarlo. El
día en que se esperaba la llegada del señor Schrödinger, la señora preparó un
pastel de arándanos para darle la bienvenida. Dejó todo su afecto y ternura en
la cocina y estaba tan atareada aplastando los arándanos con sus frágiles y
arrugadas manos que no se dio cuenta de que había dejado entreabierta la puerta
del salón, que daba hacia el jardín, como tampoco se percató de que el gato aprovechó esa rendija de
libertad para escapar. Aquella noche, ni siquiera el delicioso postre pudo
calmar la congoja de la señora Schmidtker o perturbar la frialdad del señor Schrödinger.
Todavía hoy se ignora el paradero del gato, y sobre todo si sigue vivo o
muerto.
jueves, 20 de noviembre de 2014
Los planos mortíferos
Desde entonces se acuñó el término plano mortífero, aunque eso no signifique
que hasta ese momento nadie más hubiese realizado un plano semejante. La
expresión llegó por un cúmulo de circunstancias que inconexas no hubiesen
causado efecto alguno en la historia del cine. La primera de ellas, por
supuesto, resultó de la existencia de una pequeña sala donde aquel día
proyectaban Tabú de Miguel Gomes. A dicha sesión tan solo acudieron dos
personas, de las cuales una de ellas era el proyeccionista. Los actores bien
podrían no haberse presentado, pero siempre acudían, incluso a los lugares más
intempestivos, porque albergaban la certeza de que en un momento o en otro el
prodigio debía ocurrir. Los personajes de ficción están destinados a no perder
nunca la esperanza, y repiten sin descanso la escena de marras, aunque sea
siempre distinta, pues uno no mira dos veces la misma imagen. El espectador
quedó cautivado desde el primer fotograma y tal era su estado de hipnotismo que
no sintió dolor, ni melancolía cuando murió, ya casi al final de la película. Aunque
intentase usar las manos a modo de escudo, la bala las traspasó. El contraplano ya no estaba enmarcado en la
pantalla, sino que se había instalado en la sala. El espectador revindicó el concepto desde su tumba,
pues solo los planos mortíferos encierran un diálogo posible entre un muerto y
su asesino.
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