domingo, 31 de agosto de 2008

El túnel de los cobardes

Me conozco lo suficiente para saber que no me conozco a mí mismo tanto como yo creo. Desde que tengo uso de razón el mayor enigma ha sido descubrir el mecanismo de mi mente impredecible. Practico el auto psicoanálisis pero la mayoría de las veces me doy un diagnóstico erróneo y termino con más dudas de las que tenía en un principio. Creo que de todos los lamentables capítulos de mi vida el peor es en el que me enamoré de una chica a la que nunca conocí. Por aquel entonces yo no sabía que enamorarse podía convertirse en una enfermedad crónica. Había soñado contigo en incontables ocasiones y había repasado mentalmente como transcurriría el día en que te viera por primera vez. La imagen, que yo intuía cada vez más cercana, de tu vestido rojo susurrándole al viento y de tus manos acariciando las mías consumió toda actividad cerebral que pudiese experimentar de tal manera que te aparecías incluso mientras dormía. Pensaba en ti sin darme cuenta y me preguntaba si tú haría lo mismo, entonces me entristecía aún más no sólo por no poder tenerte sino porque sabía que lo más probable era que tú no malgastases ni un segundo de tu tiempo en mí. En mis cavilaciones intentaba averiguar si estarías al corriente de mis sentimientos. Suponía que sí, las mujeres tenéis un sexto sentido para estas cosas. Todo aquello me hacía daño. Egoístamente me alegraba si te imaginaba llorando y me dolían tanto tus lágrimas como la ausencia de ellas. Estaba solo sin estarlo, pues a menudo te descubría sentada a mi lado y oía tu risa que un día inventé. Luego, antes de acostarme temblaba escondiéndome entre las sábanas de aquella cama vacía. No podía dormir porque soñaba despierto que dormías conmigo. Apenas comía porque las palabras que nunca te dije iban consumiendo poco a poco mis intestinos y ascendían hasta llegar al esófago. Un día quedamos. Al apearme en la estación creí verte esperándome mientras jugabas con un mechón de tu pelo castaño. Me entró miedo y corrí para alcanzar un tren que me llevara lejos de ti. Conseguí subir a uno que ya casi se había puesto en marcha. Me asomé por la ventana de aquel vagón que avanzaba y te dibujaba cada vez más pequeñita y menos nítida. Nuestras miradas estuvieron a punto de cruzarse pero aparté la vista instintivamente y pusilánime me perdí en aquellas vías hacía ninguna parte, sin conocerte, sin mirarte a los ojos.

jueves, 28 de agosto de 2008

Té con leche

Un perfecto británico se autoproclama asimismo como tal cuando ofrece con cortesía a todas sus visitas una taza de té o en su defecto café, si el invitado no está familiarizado con la primera opción. El té se sirve caliente, eso yo ya lo sabía antes de aceptar la invitación con un gesto que se confundía entre el hambre, la sed y la resignación. Lo que descubrí aquel día fue que a menos que experimentes cierto placer masoquista quemándote los labios hasta el punto de producirte sarpullidos o incluso cicatrices, conviene diluir el té en leche. Desgraciadamente eso lo aprendí después de sorber el primer trago y no sólo quemar mis labios, sino también atrofiar mis papilas gustativas y mis anginas mientras en las yemas de mis dedos casi se formaron pequeñas ampollas por sujetar la taza. Aún a riesgo de que lo considerasen una inmolación de la tradición británica, pedí un poco de hielo. Todos se giraron y pusieron sus ojos desorbitados en mí. Por espacio de un minuto, que se me antojó una hora, permanecieron callados mirándome como si fuera un espécimen alienígena digno de estudio. Finalmente la anfitriona se incorporó agitando su cabeza como cuando te quedas dormido en mitad de un acontecimiento importante e intentas despertarte, se aproximó hasta la cocina y la perdí de vista. ‘’ ¿Hielo en el té?’’ aventuró a decir un niño pelirrojo que sorbía con fruición de su taza. ‘’Sí, siempre lo tomo así’’ contesté yo, aunque hubiera sido más correcto decir que nunca había probado aquel líquido porque su mero olor a hierbas ya me provocaba arcadas. Mi humillación fue lo de menos, la peor parte llego cuando la mujer se acercó y con la cara de preocupación que se dibuja en las amas de casa cuando sucede un incidente insignificante dentro de su orden metódico y preciso, se disculpó porque no tenía cubitos. El pánico se apoderó de mí, me disponía a coger la taza y engullir tan rápido como la garganta me lo permitiera aquella sustancia vomitiva. Pero antes de que pudiera alcanzar el vaso, ella articuló una palabras que yo sentí como un discurso liberador, ‘’ Si quieres, puedes mezclarlo con leche’’ Con leche, el té seguía conservando su sabor desagradable pero por lo menos, estaba frío.

Al parecer mi actuación de aquel día no escandalizó a la anfitriona, que continuó ofreciéndome té a todas horas. Como quería causarle buena impresión siempre decía que sí. Para cuando me dí cuenta que ese ‘’¿Quieres algo? ¿una taza de té?’’ era simplemente una de esas preguntas que se formulan por rutina pero nunca esperan una respuesta y mucho menos afirmativa, yo ya llevaba tres tazas encima y me encontraba al borde de un paro cardíaco. Mis ojos, inyectados en teína, pasaron la noche en vela. Me prometí a mí misma que no volvería a catar una sola gota de té pero sus componentes adictivos ya habían hecho efecto. Acabó gustándome hasta un punto casi tan enfermizo como mi adicción al chocolate. Llegó un día en el que las ingentes dosis de té superaron a mis reservas de alimentos sólidos. Establecí que mi límite estaba en no más de dos tazas diarias, pero bastaba un suspiro en uno de esos fugaces silencios incómodos para que te tentaran con la fatídica pregunta. Me convertí en un ente hiperactivo relleno de estimulantes, lo cual dentro del aparente dramatismo que puede suponer hizo que no se me escapara ni un solo detalle durante el viaje. Ahora, de vuelta en España, estoy en proceso de recuperación y escribo mis progresos en un blog. Creo que manteniéndome alejada de las extravagantes costumbres británicas, poco a poco mi obsesión por la teína irá mermando.