Le llegó un encargo de traducción al castellano de una novela portuguesa.
Al recibir el libro, el traductor quedó perplejo, pues ya en la primera página
se topó con un texto en una lengua que él no dominaba: el neerlandés. Volvió a
leer las condiciones del encargo. Se trataba, en efecto, de una novela en
portugués. Consultó entonces el libro de estilo de la editorial y según las
normas, las citas que en el original apareciesen en un idioma distinto, no se
traducirían en la versión castellana. Consideró, pues, que aquellos primeros
párrafos eran una cita en neerlandés, pero pasaba las páginas y no había rastro
alguno de gramática románica. El traductor se limitó a teclear letra por letra
el relato en neerlandés. Acabó el trabajo más rápido que nunca. La edición castellana
solo difería de la portuguesa en la portada. El libro se editó después en más
de dieciséis países. Nadie lo entendía y por eso todos lo comentaban. Nadie lo
entendía y por eso todos los críticos, estudiantes de literatura, e incluso muchas
amas de casa buscaban cualquier altibajo en una conversación para opinar sobre
él. Nadie lo entendía y por eso todos lo compraban. Mientras tanto, en los Países
Bajos, el libro cayó en el olvido, entre todos los periódicos y revistas literarias
nacionales las escasas reseñas no alcanzaban para llenar más de dos folios.