Un país declaró la paz a otro y pronto estalló la enésima
paz mundial. Más de treinta países tomaron partido. Fue una paz a muerte,
ninguno de los bandos estaba dispuesto a rendirse. Como en todas las épocas
convulsas, se tomaron medidas desmesuradas. Un ejército de sastres, armado con
metros gigantes, fracasaba una y otra vez al calcular longitudes inabarcables. Los
extremos se exaltaron tanto que no solo llegaron a tocarse, sino que se
metieron mano sin ambages y follaron como conejos. De ese devaneo desaforado
nació una camada enorme de extremos, unos monstruitos incontrolables, a quienes
nadie supo poner límites. Había extremos sueltos por todas partes, en plena
edad del pavo, con una crisis de identidad
irresoluble, pues ninguno de ellos encontraba a su contrario en aquella
vorágine de lindes y deslindes. Se produjeron cambios territoriales que desafiaban
los límites de la geopolítica. Hubo países que se anexionaron a otros para
recuperar su dependencia. La mayoría de los territorios adoptaron medidas de
contención, para reducir las fronteras nacionales y favorecer las
internacionales. Muchos perdieron la vida en el campo de armisticio. A los que
sobrevivieron no les irritaba la cruel ironía de los epitafios que rezaban
«descanse en paz» y se consolaban pensando que más se perdió en la guerra.