miércoles, 21 de julio de 2010

Cuarenta y cuatro grados

Cuarenta y cuatro grados a la sombra, cuarenta y cuatro grados a la sombra y yo con pantalón largo, se decía y se maldecía cuando caminaba hasta casa. En cuanto llegue me voy a quedar en bolas delante del aparato de aire acondicionado, repetía para sí mientras el calor ralentizaba sus pasos presurosos.

Le costó un mundo entero y media galaxia quitarse el pantalón, porque la capa de sudor que le recubría el cuerpo actuaba a modo de ventosa. Aunque lo que más le costó, después de haberse desecho también de la camiseta y de los calzoncillos fue desincrustarse esa capa de pegamento. Probó a rascarse con fuerza mientras intentaba ser succionado por el aparato de aire acondicionado. Apretaba cada vez más, pero el sudor se resistía. Resolvió despojarse de los calcetines e intentarlo luego. Éstos sí que cedieron, incluso al despedirse de los pies relamieron una generosa parte del pegamento. No obstante, todavía le quedaba demasiado en los pliegues que la piel hacía en sus costillas, en las arrugas de los ojos y en sus prominentes omóplatos. Esta vez no rascó, prácticamente limó, se lijó la piel con las uñas. Seguía teniendo calor y aún podía desnudarse más. Tal era su afán por desvestirse que acabó desollándose y cuando lo hallaron muerto pensaron que fue por el calor, por los cuarenta y cuatro grados. Pero yo creo que, en realidad, fue porque se desnudó demasiado y cuando se percató ni siquiera tuvo tiempo de resguardarse en un pedacito de pellejo.

domingo, 18 de julio de 2010

Las fumadoras

Lea y Lía son amantes y fumadoras compulsivas, las fumadoras. Se conocieron en el final de la barra de un bar, al lado de una máquina expendedora. Lía se peleaba con el botón de Marlboro y Lea le ofreció uno de los suyos. Entre las dos se acabaron el paquete en menos de una hora y resolvieron buscar otra máquina que les proporcionase droga sin rechistar. No la encontraron, el síndrome de abstinencia les llevo a buscar nicotina en los labios de la otra. Se succionaron la boca con exasperación con tal de calmar la continencia. Se lamieron los dientes y se desgastaron el esmalte amarillento. Casi se destrozan la mandíbula, se arrancan la lengua y casi se les desprenden las amígdalas. Cuando el alijo de tabaco de esa zona se acabó atacaron al cuello. Allí quedaba un poco de aire enrarecido, se comieron ese aire mutuamente hasta desangrarse, como un cigarrillo al expirar con las últimas caladas. Después del cuello libaron cualquier otro recoveco del cuerpo, sin ritmo y con la respiración viciada. No sabían quiénes era ni qué hacían allí en ese momento. Después de todo, la opción más factible es que ambas no fueran más que ceniza de distinto tabaco que hubiese ido a parar al mismo cenicero.