sábado, 25 de octubre de 2014

Uno de los sobres sin carta

A veces recubría una parte visible de su cuerpo,  como una muñeca o un antebrazo, con una gasa. Acostumbraba a hacerlo cuando alguno de esos moratones o quemaduras inexplicables aparecía. La cicatriz ocupaba menos de un cuarto de la venda, de manera que la cura escandalizaba más que la enfermedad. En una ocasión cocinó un pastel para las dos. No celebrábamos nada, o quizá el mero hecho de que se hubiese atrevido a cocinar constituía ya de por sí un motivo de celebración. Al sacar la masa del horno, el antebrazo izquierdo rozó la bandeja ardiendo, y al cabo de un par de minutos apareció una quemadura de forma ovalada y color rosáceo. Echó mano al botiquín de primeros auxilios y se recubrió toda la muñeca con gasa y esparadrapo. Al verla pensé que si el vendaje actuaba como metonimia de una desgracia, de una alegría o incluso de un color —sobre todo opalino—, la parte sería más grande que el todo, y el todo solo representaría un cachito de la pieza a la que pretende contener. Así era Sveta, un continente que desafiaba los límites de la cartografía. Podrían librarse batallas en las que, mediante estrategias geopolíticas, se definiesen los límites de las diferentes naciones que las cicatrices de quemaduras como las de aquel día dibujan en su piel. 

—¿Te duele? —le pregunté, señalando con los ojos la gasa.
—No, en absoluto.
—¿Y por qué te envuelves casi la mitad del brazo en vendas?
—Me interesa ver la reacción de los otros ante una herida que imaginarán el doble de grave de lo que es en realidad. Me divierte.

Y así Sveta se desorbitaba, se derramaba del mundo, y cuanto más parecía ocultar, más exhibía. Hasta entonces no se me había ocurrido que se pudiese hacer ostentación del misterio, cubrir la herida no es tanto una cura, sino un síntoma.