domingo, 7 de octubre de 2012

Guetrir próntalos

Me gustaría poder gritarle al mundo lo que pienso de verdad, ¿pero qué pasa cuando lo que piensas de verdad es ininteligible? ¿Quién va a entender que desde hace mucho tiempo ya no queda casi nada que no me parezca fagioso o incluso livondor? ¿Quién puede pronunciar algo como yoplizz? Por no hablar de otros sentimientos aún más complicados como la uipamegia o el moástrugo. No puedo dejar de tener dolor de estómago cada vez que alguien me pregunta cómo estoy y yo me veo obligado a contestar que todo va bien, porque lo que en realidad quiero decir es que todo está pliontosamente márfido y que un día de estos voy a guetrir los próntalos y esbrijar tríncoles, neámulos, ponséculas, todo lo que se me ocurra. Lo pienso muy a menudo, sobre todo antes de dormir, me frinco en el suelo y lloro porque no sé decir lo que me gustaría decir. No sé decirlo para que me entiendan. Entonces me doy cuenta de que incluso yo mismo soy incapaz de guetrir los próntalos, ni siquiera un poco, pues no he aprendido a guetrir y nunca he visto un próntalo, al menos no más allá de una fotografía. Si me enseñasen a guetrir y me llevasen hasta donde asoman los próntalos podría soportar un poco mejor eso que no se me da muy bien, la vida; aunque creo que es algo que debo averiguar solo, antes de que no quede nadie que no guetra próntalos y el mundo entero comprenda lo que me gustaría gritarle. El problema de los malentendidos radica en que uno se empeña en aclararlos.

domingo, 17 de junio de 2012

Conversación entre lechugas

–A buenas horas, mangas verdes.

–¿No ves que mi camisa es de color azul?

–Déjate de tonterías y no mezcles aserrín con pan rallado.

–Pero si no como pan, soy celíaco.

–Es que a ti siempre hay que darte de comer aparte.

–Podemos comer los dos algo de carne, ¿qué te parece?

–Que no quiero que me den gato por liebre.

–¿De dónde te has sacado lo de los gatos?

–Pues de que tú y yo nos llevamos como el perro y el gato.

–Mi perro murió hace meses y lo pasé muy mal. Se tragó el pienso para gatos envenenado que había preparado para el minino del vecino que se colaba en mi casa. Ni se te ocurra bromear con eso.

–¿Sabes lo que te digo? Que muerto el perro se acabó la rabia.

–¿Ah sí? Pues resulta que la rabia no se ha acabado porque ahora mismo me están entrando ganas de darte dos buenas tortas.

–Buena idea; a falta de pan, buenas son tortas.

–Ya estoy harto, me voy.

–No te pongas así, solo te estoy buscando las cosquillas.

–Pues no me hace ninguna gracia. 

–Es que no tienes que tomarte las cosas al pie de la letra.

–Las letras, en todo caso, tienen serifas, no pies. Déjame de una vez.

– En fin, yo sí que me he cansado de escucharte. Me voy con la música a otra parte. Anda, sin haberlo planeado me ha salido un pareado.

–Bueno, de perdidos al río. Si no puedes con el enemigo, únete a él; así que donde digo digo, no digo digo, sino digo Diego. Rectificar es de sabios y yo me he dado cuenta de que como no por mucho madrugar amanece más temprano, más vale tarde que nunca.

domingo, 3 de junio de 2012

Esperar

¿Y qué esperas? Uno espera que ocurra algo mejor, que no ocurra nada peor, que no ocurra nada. Cuando uno espera tanto, tanto tiempo, tantas cosas, olvida qué esperaba. Ya ni siquiera sabe si está esperando o no, pues no se puede esperar sin objeto. Uno siempre espera algo, aunque sea el autobús. Espera terminar ese libro, esa película, ese cuadro; espera que el cigarrillo se consuma por completo. Sin embargo, ya ni siquiera escribe, ni rueda, ni pinta, ni fuma. Ha alcanzado un estado de espera absoluta en el que lo único que pretende es no dejar de esperar nunca para no pensar en la muerte; aunque, en realidad, entre esa espera y una partida de defunción la diferencia solo sea de orden burocrático.

domingo, 27 de mayo de 2012

Na na nanana na na na

Quisiera saber lo que escucha. Siempre la veo con unos cascos que no sé de dónde vienen, sé adónde llegan. Se instalan en sus orejas, pero no tengo ni idea de dónde salen. Parece que forman parte de su cuerpo, que son un órgano más. Quisiera saber lo que escucha porque tengo la impresión de que no puede dejar de prestar atención al sonido que emana de esos cascos. Cuando alguien le habla se separa los auriculares de las orejas y baja la diadema que los une a la altura del cuello, como un collar, pero no creo que oiga lo que le dicen. Creo que no puede percibir nada más allá de esos cascos. Por eso pienso que no es de este mundo, que ese cable, que no sé de dónde viene, sirve de vínculo entre los cascos y un planeta desconocido que solo ella habita.

Un día la encontré en una calle que recorría como si bailara. La seguí hasta un edificio muy estrecho y muy alto. Accedí con ella a la entrada sin que se diera cuenta de mi presencia y luego subimos por unas escaleras de caracol. Ella seguía sin darse cuenta de que yo iba detrás y continuó subiendo escalones. Cuando ya creía que esas escaleras no se terminarían nunca, llegamos a una puerta y se me antojó que la atravesaba en lugar de abrirla. Me quedé un rato sentado en el último escalón, intentaba recobrar el aliento. Más tarde, traté de atravesar la puerta como lo había hecho ella, pero me conformé con permanecer al otro lado con la oreja pegada a la madera para ver si por fin podía escuchar algo.  Después de unos minutos ocurrió, sentí cómo tras esa puerta se desnudaba, se descomponía, sentí que los cascos ya no formaban parte de su cuerpo, ni sus orejas, ni su pelo, ni sus brazos. Y en ese estado de descomposición se compuso y ya no tenía cuerpo, solo música. Fue entonces cuando lo escuché. Desde entonces no he vuelto a escuchar otro sonido más que ese. Quisiera saber lo que escucho.

jueves, 15 de marzo de 2012

Conversación en forma de teteras

–He decidido dejar de fumar.

–Pero si nunca has fumado.

–Ya, pero llega un momento en el que uno tiene que aprender a tomar decisiones.

–¿Y cómo explicas dejar de hacer algo que nunca has empezado a hacer?

–Uno tiene que ir poco a poco, no voy a empezar la casa por el tejado.

–Es que vas a dejar tu piso.

–No, es una metáfora.

–¿De qué?

–Es una metáfora que pone de manifiesto la estupidez del ser humano.

–Hablas de forma muy vaga.

–Hablo de ti ahora mismo.

–¿Estás diciendo que soy tonto?

–No, estoy diciendo que desde hoy dejo de fumar. ¡Cómo te gusta darle la vuelta a la tortilla!

–¿Eso es otra metáfora?

–No, ahora solo te estaba tomando el pelo.

–Pero si estoy calvo.

–Pues eso.

jueves, 8 de marzo de 2012

Un libro

Quiero escribir un libro sobre alguien que mira por la ventana y no mira nada, solo piensa que está mirando. Quiero escribir un libro en el que los personajes no intervengan, un libro cuyo texto se imprima en un cuerpo y no en papel. Quiero escribir ese libro que descansa sobre el malentendido que prometí no dilucidar. Quiero escribir un libro en una lengua que nadie hable, que nadie lea y de la que nadie traduzca; un libro en nuestro idioma, a ver si nos entienden, a ver qué entienden.

Ese leyó un fragmento al azar de la novela que le habían dedicado. En efecto, como estaba escrita en una lengua que siempre se le antojó indescifrable, solo alcanzó a identificar la categoría gramatical de cada palabra. De su significado no tenía la menor idea. Resolvió que lo más sensato era no seguir leyendo, no porque creyese que no lo iba a entender –que también–, sino porque se conocía la historia de memoria.

viernes, 2 de marzo de 2012

El de la capucha blanca

El de la capucha blanca siempre está ahí, con su chaqueta negra, su pantalón negro y su piel, también negra. En la oscuridad de la calle solo se distingue su capucha. A veces también le sirve para resguardarse de la lluvia. No sé si en París llueve, pero en la rue de la Roquette sí que llueve. En la ventana de H. llueve mucho, quizá no tanto en la calle, solo en su ventana, a través de la cual observa al de la capucha blanca y a la que cuenta su historia. El de la capucha blanca siempre está ahí y en todas partes. Siempre hay alguien oscuro, vestido del color de su piel, salvo por la capucha blanca. Fuma y pide fuego a las chicas que pasan delante de él. Fuma y bebe y no hace otra cosa más que estar en todas partes. La capucha blanca, causa inmanente de su existencia, se ha convertido en un trozo de asfalto más de la calle y de todas las calles de París que H. recorrió y que la narradora describía a su paso. El de la capucha blanca es el papel, H., la tinta y yo la mano y el resto del cuerpo que escribe.

domingo, 19 de febrero de 2012

Todos esos males

Dormir mal, porque se acostaba muy tarde y un vagabundo que tocaba el acordeón en la entrada de su edificio todos los días desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche y repetía una y otra vez unas notas desgatadas que producían algo similar a la canción Bésame mucho lo despertaba muy temprano; malcomer, porque se alimentaba a base de latas de atún y cafés infames con regusto a alcantarilla; caminar mal, porque nació con la pierna derecha ligeramente más larga que la izquierda y quedó condenado a pasearse como un cojo crónico; bailar mal, porque era consecuencia de su anomalía en las piernas y porque en cualquiera de los antros que frecuentaba movía su cuerpecillo como un gusano que intenta escapar de la suela de una zapatilla de la talla cuarenta y tres; ver mal, porque era miope, repudiaba las lentillas y hacía cuatro años que no se había cambiado los vidrios de sus gafas, a pesar de que su óptico le había anunciado un aumento de dioptrías; maldecir, porque así pasaba los ratos muertos mientras miraba por la ventana y se ensañaba con los transeúntes; leer mal, porque estudió el canon y se limpió el culo con él y abominó a los profesores que se lo enseñaron; todo esos males hacían que Conrad Desmond no solo escribiera bien, sino que escribiera incluso cuando no escribía.