La ciudad nunca se me
había presentado tan hostil hasta que, de pronto, una tarde, en mitad de una
calle muy transitada y a plena luz del día, me paré en seco y tuve la certeza
de que nunca sería mi ciudad, ni esta, ni aquella, ninguna de las que he
pisado. Durante un momento pensé que sí, que podía moldearla, que se dejaría,
que el asfalto y los adoquines aguantarían mis huellas, pero si caía contra el
suelo, el cemento me devolvía sangre, la mía, que se convertía en una mancha
oscura más, algo que podía confundirse con cualquier vómito viejo o excremento
de perro. Entre mi sangre derramada y el resto de la acera no encontré ninguna
relación de parentesco. Todas las ciudades fingen tener muchos hijos, postizos
todos ellos. No hay consanguinidad.
¿Acaso puede entenderse
de otro modo cuando el asfalto nunca va a devolverte la sangre que brota de una
herida que él mismo ha producido? La
ciudad desangra a todos sus hijos apócrifos por igual y luego, con suerte,
ellos solos encuentran algún tipo de conexión entre una anemia y otra. La
ciudad cría cuervos y ellos se juntan. No se sacan los ojos, solo sangre huérfana.