Desde entonces se acuñó el término plano mortífero, aunque eso no signifique
que hasta ese momento nadie más hubiese realizado un plano semejante. La
expresión llegó por un cúmulo de circunstancias que inconexas no hubiesen
causado efecto alguno en la historia del cine. La primera de ellas, por
supuesto, resultó de la existencia de una pequeña sala donde aquel día
proyectaban Tabú de Miguel Gomes. A dicha sesión tan solo acudieron dos
personas, de las cuales una de ellas era el proyeccionista. Los actores bien
podrían no haberse presentado, pero siempre acudían, incluso a los lugares más
intempestivos, porque albergaban la certeza de que en un momento o en otro el
prodigio debía ocurrir. Los personajes de ficción están destinados a no perder
nunca la esperanza, y repiten sin descanso la escena de marras, aunque sea
siempre distinta, pues uno no mira dos veces la misma imagen. El espectador
quedó cautivado desde el primer fotograma y tal era su estado de hipnotismo que
no sintió dolor, ni melancolía cuando murió, ya casi al final de la película. Aunque
intentase usar las manos a modo de escudo, la bala las traspasó. El contraplano ya no estaba enmarcado en la
pantalla, sino que se había instalado en la sala. El espectador revindicó el concepto desde su tumba,
pues solo los planos mortíferos encierran un diálogo posible entre un muerto y
su asesino.