martes, 27 de abril de 2010

¡PAMP!



Te humedeces los labios con la punta de la lengua y frotas uno con el otro. Esperas tres segundos y labio inferior y superior se sumen en una batalla presionando cada uno hacia un lado, hasta que finalmente se despegan y generan un estruendoso y musical “Pamp”. P-A-M-P. Es un infalible vocativo, la más espectacular expresión de sorpresa o una contundente muestra de asentimiento. “Pamp”, pronúncialo, exclámalo donde sea, en mitad de la calle, en el metro, en el trabajo, delante de todos, o de nadie, en una habitación cerrada sin muebles, donde el mágico fenómeno de la reverberación lo magnifique, como si lanzases una pelota de tenis y la pared te la devolviera. “Pamp”; “Pamp, pamp, pamp”, como un disparo, como si escupieses balas por la boca, balas melódicas e inofensivas, que se convierten en caricias al contacto con la piel. P-A-M-P, como un grito de auxilio y una salvación al mismo tiempo. Percíbelo como la bocanada de aire fresco que decía aspirar Woody Allen en Delitos y faltas cada vez que veía Cantando bajo la lluvia. “Pamp”, hazlo, por lo menos cada dos meses para mantenerte de buen humor. La normativa no lo contempla como onomatopeya, pero no hagas caso, Pampiza a todas horas. Pampiza a los gramáticos, pampízame, pampízanos.

miércoles, 21 de abril de 2010

Capuccino


Érase un café con leche que nunca se enfriaba. Lo compraron en una de esas cafeterías fabricadas en cadena en cualquier parte del mundo y lo dejaron en una esquina detrás de un banco en la estación de metro. Apenas le habían dado dos sorbos cuando lo abandonaron, así, tal cual, casi desnudo. Le habían despojado de la tapa de plástico que le cubría a modo de sombrero y habían roído parte del borde del vaso de papel. Una vez allí, solo y sucio el café no podía deshacerse de la imagen de la violación que acababa de sufrir. Construyó una especie de pared a su alrededor hecha de un vapor denso y asfixiante. La ira y la impotencia que arrastraba hacía que su temperatura corporal se mantuviera caliente. Todo él emanaba un calor sofocante. Y aún después de casi una semana seguía conservando el aspecto humeante de un café recién hecho. Los días pasaban como si los midiera un reloj atrasado, que retrocede de vez en cuando y avanza con pies de tortuga. No dejaba de pensar en cuánto le hubiera gustado nacer en una taza de porcelana y haber tenido una efímera existencia dentro de una cafetería, con una muerte corriente en la boca de algún ejecutivo solitario. O directamente no haber nacido, o no haber pasado del estadio de un grano de café, como mucho café molido, pero nada más.

Ahora lo único que puede esperar es que algún pié torpe lo derrame, o que alguien vierta en él otro café y se mezclen para combatir la soledad. Eh, por ahí pasa una chica con un chocolate caliente. “Café con chocolate, es una buena combinación” pensó para sus adentros mientras rezaba para que el vaso se le cayera de las manos.

domingo, 18 de abril de 2010

No soy cojo

Me duele el pie que no tengo. Precisamente me duele por eso, porque me lo acaban de amputar y siento una punzada insoportable donde se acaba la espinilla, en el hueco entre el suelo y mi pierna, donde debería estar el pie que ya no está. Me duele tanto que preferiría que me amputaran también el otro para repartir el sufrimiento de la ausencia.

Se pilla antes a un mentiroso que a un cojo. Por eso, antes de terminar la segunda frase ya os habréis dado cuenta de que en realidad, no es el pié derecho lo que me falta sino el resto del cuerpo. No soy cojo, soy todo lo contrario y además mentiroso. No es de extrañar que mi cuerpo me abandonara, que él mismo se mutilara y me dejara solo con la parte más débil y fea: el pie derecho lleno de llagas y fácil de pisotear. No soy cojo, soy un pie sin cuerpo agonizando.

lunes, 12 de abril de 2010

Jodido humo

Una calurosa noche de invierno unos tipos improvisaban jazz en un callejón. Pero lo que más resonaba en mi cabeza no era la melodía espontánea que emanaba el saxo, el piano o el chelo, sino el humo. Ese jodido humo que viciaba el ambiente y me apuñalaba el oído con sus partículas de polvo afiladas. Todos los allí presentes miraban a través de sus gafas de pasta y despedían humo por cada uno de los orificios de su cuerpo. Humo propagándose por los resquicios de la dentadura en las bocas sonrientes. Humo en forma de moco viscoso propulsado por las fosas nasales. Humo perforando tímpanos. Humo colándose por las retinas. Y después de unos minutos, humo expelido por el saxo, por el piano y por el chelo. Cuando quise huir me di cuenta de que mis pómulos estaban más marcados de lo normal, y que había perdido, por lo menos, tres kilos de grasa desde que llegué allí. Me estaba consumiendo. Me volvía alargado y filiforme, como si dentro de poco fuera a levitar, como un personaje de El Greco. Ahora no sé dónde estoy. Lo último que recuerdo es que tosí; humo denso y negro que me dio ganas de bailar algo de jazz.

lunes, 5 de abril de 2010

Pelusas


Hola, soy la pelusa que se esconde debajo de tu cama y no quiere salir. Retengo a cualquier otra mota de polvo que se asome por aquí. Al principio estaba sola, pero al cabo de unos días este rincón se convirtió en un pequeño orfanato de pelusas. Constituimos una familia que, en menos de un mes, ya cuenta con un gigantesco árbol genealógico. La principal diferencia entre las familias que residen debajo de la cama y las que llevan su vida en la parte de arriba es el movimiento. Mientras desde abajo observamos hordas de pies que deambulan de un lado a otro, que corren, bailan y saltan, nosotras no tenemos el más mínimo interés en desplazarnos, ni siquiera dentro del espacio delimitado por el somier. Es más, nos esforzamos por incrustarnos al suelo. Intentamos por todos los medios pegarnos a la superficie de tal manera que pasemos a formar parte de ella. Qué bella fusión. Envidiamos en secreto a las manchas, especialmente a las de debajo de la cama. Su esperanza de vida es un 60% más alta que la nuestra. A menudo, cuando cambiáis las sábanas, hacéis temblar las patas de la cama. Todas expectantes alzamos la vista suplicando que la pata se eleve y al caer nos aplaste. Si esto ocurre no morimos, sólo abandonamos nuestra condición de pelusas. Se trata del estado más a parecido a una mancha al que podemos aspirar. Aún así, sabemos que no tardaremos mucho en morir. He oído que alguna vez las pelusas de debajo de la cama aliadas con las manchas y las migas de pan han conseguido expandir su área de influencia hasta niveles impensables, y juntas han logrado deshacerse de la presencia amenazante de los de arriba. Pero puede que no sea más que un rumor. Además, creo que voy a callarme ahora mismo. El cepillo y la fregona descansan a una pared de distancia. Nunca podrás imaginar cuánto temo que me escuchen