jueves, 15 de marzo de 2012

Conversación en forma de teteras

–He decidido dejar de fumar.

–Pero si nunca has fumado.

–Ya, pero llega un momento en el que uno tiene que aprender a tomar decisiones.

–¿Y cómo explicas dejar de hacer algo que nunca has empezado a hacer?

–Uno tiene que ir poco a poco, no voy a empezar la casa por el tejado.

–Es que vas a dejar tu piso.

–No, es una metáfora.

–¿De qué?

–Es una metáfora que pone de manifiesto la estupidez del ser humano.

–Hablas de forma muy vaga.

–Hablo de ti ahora mismo.

–¿Estás diciendo que soy tonto?

–No, estoy diciendo que desde hoy dejo de fumar. ¡Cómo te gusta darle la vuelta a la tortilla!

–¿Eso es otra metáfora?

–No, ahora solo te estaba tomando el pelo.

–Pero si estoy calvo.

–Pues eso.

jueves, 8 de marzo de 2012

Un libro

Quiero escribir un libro sobre alguien que mira por la ventana y no mira nada, solo piensa que está mirando. Quiero escribir un libro en el que los personajes no intervengan, un libro cuyo texto se imprima en un cuerpo y no en papel. Quiero escribir ese libro que descansa sobre el malentendido que prometí no dilucidar. Quiero escribir un libro en una lengua que nadie hable, que nadie lea y de la que nadie traduzca; un libro en nuestro idioma, a ver si nos entienden, a ver qué entienden.

Ese leyó un fragmento al azar de la novela que le habían dedicado. En efecto, como estaba escrita en una lengua que siempre se le antojó indescifrable, solo alcanzó a identificar la categoría gramatical de cada palabra. De su significado no tenía la menor idea. Resolvió que lo más sensato era no seguir leyendo, no porque creyese que no lo iba a entender –que también–, sino porque se conocía la historia de memoria.

viernes, 2 de marzo de 2012

El de la capucha blanca

El de la capucha blanca siempre está ahí, con su chaqueta negra, su pantalón negro y su piel, también negra. En la oscuridad de la calle solo se distingue su capucha. A veces también le sirve para resguardarse de la lluvia. No sé si en París llueve, pero en la rue de la Roquette sí que llueve. En la ventana de H. llueve mucho, quizá no tanto en la calle, solo en su ventana, a través de la cual observa al de la capucha blanca y a la que cuenta su historia. El de la capucha blanca siempre está ahí y en todas partes. Siempre hay alguien oscuro, vestido del color de su piel, salvo por la capucha blanca. Fuma y pide fuego a las chicas que pasan delante de él. Fuma y bebe y no hace otra cosa más que estar en todas partes. La capucha blanca, causa inmanente de su existencia, se ha convertido en un trozo de asfalto más de la calle y de todas las calles de París que H. recorrió y que la narradora describía a su paso. El de la capucha blanca es el papel, H., la tinta y yo la mano y el resto del cuerpo que escribe.