Para sembrar la duda solo se necesita un
ingrediente: verosimilitud. La verosimilitud se opone a la verdad y, en última
instancia, se asocia con la narrativa; mientras que la verdad se relaciona con
la realidad. ¿Pero cómo separar lo verosímil de lo veraz? ¿Cómo reconocer uno y
otro? Recuerdo que una de las lecturas que me marcó en la infancia fue Peter
Pan. Tras leerlo me convencí de que podía volar, estaba seguro de que era capaz
de mantenerme en suspensión a una altura de más de un metro por encima del
suelo y de que con la práctica mejoraría. En el colegio me enamoré de una chica
que iba a la clase de al lado y la imaginé como había imaginado a Wendy. La
quería con el frenesí de un niño de ocho años y ese amor alimentaba mis
fantasías, daba fuerzas a mi vuelo y a la creencia de que algún día surcaríamos
el cielo ella y yo hasta Nunca Jamás. Un día durante el recreo vi cómo un chico
un año mayor que yo se sentaba al lado de mi enamorada y la besaba en la
mejilla. Fue mi primer desengaño amoroso. Esa misma tarde, al llegar a casa, me
subí encima de la mesa del salón y estiré los brazos hacia arriba. Era el
ritual que yo suponía había de seguir para levantar el vuelo. No ocurrió nada,
ni siquiera despegué un solo dedo meñique de la mesa. Mi amor se había agotado
y con ello dejé de creer que podía volar. Les confieso esta anécdota a ustedes
porque sé que alguna vez han experimentado algo parecido; sé que alguno de
ustedes le ha dibujado en su mente un cuerno a un caballo y ha dado vida a un
unicornio, o quizá ha cogido a ese mismo caballo al que otro le había colocado
un cuerno y, en lugar de eso, ha cambiado la cabeza de animal por la de un
hombre y ha visto centauros. El amor es un gran catalizador de la verosimilitud
y entre la verosimilitud y la verdad las fronteras no están bien definidas.
Fragmento de Rari nantes, Gadir, 2015