sábado, 20 de noviembre de 2010

El sebo ha llamado a mi puerta

De un día para otro adelgazó de forma abismal. No sé exactametne cuántos kilos había perdido, pero a mí me parecía que le habían arrancado de cuajo tres cuartas partes de su cuerpo. Me encogí de terror cuando la vi. Dormíamos en la misma habitación, la noche anterior, como de costumbre, la silueta de su trasero adiposo bajo las sabanas tapaba la mitad de la ventana y a la mañana siguiente se había consumido como un cigarrillo encendido. Yo no dije nada, a lo mejor ella todavía no se había dado cuenta; dejé que la convivencia transcurriese con el silencio habitual.

Un par de días después llegó a casa con dos amigas; van a quedarse a dormir, no será por mucho tiempo, espero que no te importe, me dijo. Si me hubiera importado tampoco habría podido recriminarle nada en ese momento, sonreí y contesté un «claro que no». Nunca me habló de esos dos personajes inopinados, voluminosos, grasientos y de rasgos bovinos. Habían acampado en el salón, con un par de colchonetas hinchables, allí dormían y vivían. A mí me daba miedo salir de la habitación, las oía gritar, que era el modo en el que mantenían conversaciones rutinarias sobre el elevado precio de las lechugas en el supermercado de la esquina, y me tapaba con el edredón para resguardarme de sus ataques fónicos. El timbre de voz era igual de estridente y punzante en las tres; de hecho, tenía la sensación de que era el de una única persona. Me aterroricé más aun cuando deduje que las dos nuevas inquilinas eran las tres cuartas partes de su cuerpo que había perdido de súbito y ahora aparecían repartidas en dos individuos. El sebo había llamado a mi puerta y se había atrincherado en el salón. Para combatirlo solo podía comérmelo, pero desde hace dos años no tomo carne humana. A lo mejor se van por voluntad propia, o a lo mejor me comen ellas a mí.