lunes, 23 de noviembre de 2009

Carencia de abundancia

Me falta algo. No es que me lo haya dejado olvidado. Me acuerdo perfectamente, ¿cómo no me voy a acordar si llevo dándole vueltas durante todo el día? Me falta algo y no puedo irme a dormir si no lo encuentro. Es una especie de recado, no una obligación, más bien, una tarea pendiente que me mantendrá en vela hasta que la lleve a cabo. Lo siento, no quiero molestarte, pero no se me ocurre otra cosa para combatir el insomnio. Además, esto no va dirigido a ti, es un grito de socorro para Morfeo. Me falta algo, y lo peor, sé lo que es. Y aún consciente de ello, no puedo. Me siento incapaz de caminar cuando se trata de esa dirección. Entonces me escondo, en una burbuja de la que paso a formar parte cada vez que huyo. Luego, una vez burbuja, yo misma voy absorbiéndome poco a poco. Intento beberme toda el agua que ahora constituyo, porque, a pesar de todo, no quiero ahogarme. Quizá resulte paradójico, me convierto en burbuja esperando que me exploten, porque esas paredes de gas oprimen más que una camisa de fuerza. A lo mejor sólo lo hago para matar el tiempo hasta que ese algo que ahora me falta me sobre. ¿A ti no te pasa? Seguro que sí. Llámame farsante. Considérame un fraude si no es verdad que tú tampoco puedes pegar ojo.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Dos cucharadas soperas de nostalgia

Relato para Villayna, cada viernes en Canal 13 (100.7 FM Valencia) de 19:00 a 20:00




Hoy es uno de esos días en los que podría ahogarme en un vaso de agua, o en un vaso vacío simplemente.

Hoy creo que ni siquiera necesitaría el vaso, me ahogaría con mi propia respiración, viciada, sofocante, enrarecida con el humo de la memoria, que echa chispas intentando provocar un cortocircuito entre el olvido y el recuerdo. Puede que nunca te lo hayan dicho, para que tu sistema retentivo siga trabajando como si nada y no lo presiones implorando nostalgia en cualquier mirada esquiva. Pero yo ahora sí que te lo digo, porque hoy más que nunca echo de menos, echo de menos sin un objeto directo concreto. Echo de menos no estar allí, y allí, echo de menos no estar aquí. Incluso hay veces en las que echo de menos no echar de menos y me inyecto imágenes lejanas a modo de sedante. A medida que avance el tiempo y que las experiencias se acumulen en un cajón de tu habitación te irás dando cuenta de lo que trato de explicarte. Quizá ya hayas elegido un lugar remoto, una boca inconforme o un día de otoño que añorar. Tal vez lo estés evocando ahora mismo. Aún así, no alcanzarás a comprenderlo hasta que justo después de coger un tren sientas que acabas de perder otro. Hoy es uno de esos días en los que me acuerdo de que a lo mejor desearía tener amnesia, pero sin embargo, acabo prefiriendo ahogarme sin vaso y sin agua. Sírvame un plato de melancolía, por favor, con eso me basta.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Vicios

Les invito a que se paseen por Villayna, todos los viernes de 19:00 a 20:00 en directo desde Canal 13 (100.7 FM Valencia) o a través de Internet. Les dejo mi colaboración de esta semana. Pueden escuchar más en la página del programa o en el blog de Javi Rumí
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¿Se puede ser adicto a una droga que nunca has probado? La respuesta es sí. Seguramente soy el mejor ejemplo para explicar esta teoría, ya que me convertí en una fumadora empedernida mucho antes de mi primera calada. Vengo de una familia de no fumadores. Lo lógico hubiese sido que yo, siguiendo la tradición, me hubiese alejado del humo. Pero no, ocurrió todo lo contrario, ya de pequeña sentía que los cigarrillos me llamaban, invocando mi nombre cada vez que eran encendidos. Recuerdo que con cinco años mi madre me llevaba a un parque cerca de casa. Íbamos siempre a la misma hora, y siempre estaban allí los mismos niños que la última vez, salvando a algún despistado que se hubiese saltado los turnos de entrada y salida que tácitamente se habían pactado en aquel parque. El caso es que solía jugar al escondite con estos niños todas las tardes de seis y media a ocho, y yo ya tenía un rincón habitual en el que ocultarme: detrás de un abuelito que se sentaba en el banco más alejado de los columpios y que cada tarde se fumaba lentamente un habano mientras yo dejaba que el humo se propagara por mis pulmones, sintiéndome purificada cada vez que inhalaba.

Seguí beneficiándome del humo ajeno hasta que un día, a los trece, me ofrecieron un cigarrillo. Me gustó demasiado, y, como todo esto socialmente está mal visto, traté de disimular la satisfacción que éste me proporcionaba. Aunque no por ello dejé de fumar, robaba pitillos a diestro y siniestro y me los fumaba sola, porque manteniendo aquel placer en secreto atenuaba la culpa que experimentaba cada vez que me llevaba a la boca un cigarrillo.

El tiempo pasó y yo continué con mi ritual, dándole de vez en cuando a aquel vicio clandestinamente. Pero, a pesar de todo, me negaba a reconocer que estaba enganchada, porque nunca en todos esos años había pagado por aquel tabaco. Siempre conseguía apañármelas para robárselo o gorronearle a alguien. El momento decisivo llegó cuando un día se me acabó cualquier alijo que pudiese tener y me entraron unas ansias irrefrenables de fumar. No pude evitarlo, de repente perdí el control de mi cuerpo y mis piernas empezaron a caminar en dirección al estanco más cercano. Como un autómata compré un paquete. Lo abrí antes de llegar a casa y encendí el cigarrillo con una carga de conciencia enorme. Succioné contrita y cada calada me sabía más amarga que la anterior, ya que las había pagado y, tenía todos los puntos para convertirme oficialmente en una adicta, o quién sabe, quizá en algo peor. Aunque no me hagan mucho caso, todo esto son cavilaciones mías, porque tampoco he pagado por ninguno de sus besos, y aún así, ingresé en un centro de desintoxicación mucho antes de que me diera el primero.

Advertencia

Lo siento, no pretendo que me lean, pero sí. No quiero descubrir que me han descubierto, en todo caso descúbranme sin que yo me entere. Miéntanme de la misma manera que yo les miento a ustedes en cada sílaba. Me he dejado esto olvidado, he tirado sin darme cuenta unas cuantas palabras mal escritas. Mala suerte si se las han encontrado, y peor aún si han seguido leyendo después de terminar la primera frase. Les advertí que no lo hicieran. Aparten la vista cuanto antes. Quizá ahora ya es demasiado tarde, quieren saber cómo demonios termina este soliloquio. No van a quedarse con la intriga, porque esa incertidumbre les quitaría el sueño. Venga, ya queda poco, sáltesen los artículos, las conjunciones y alguna que otra preposición para que se queden con la idea básica. Pero, ¿qué idea básica? Esto no tiene ni pies ni cabeza, y tampoco se creó con una finalidad concreta, no hay moraleja. Simplemente no me lean. Debí haber dado este consejo al principio para que se ahorrasen todo lo anterior. Esperen, lo hice. Me han desoído y estas son las consecuencias. ¿Cómo se sienten? ¿Estúpidos? Sí, conozco esa sensación, es la misma que les vengo definiendo desde que fingía no querer ser leída.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Mirar al infinito

Hay gente que disfruta dejando los ojos fijos en un punto concreto, como si quisieran atraparlo. El tiempo y la práctica hacen que se llegue a establecer una relación de complicidad entre uno mismo y el punto. Se trata del infinito, una línea espacial inalcanzable que el ser humano se inventa para justificar el ensimismamiento. Hay gente que ya ha adoptado como pasatiempo mirar al infinito. La retina se acostumbra a un vacío que tú mismo has creado y al final lo inefable va tomando forma. Y no sólo eso, incluso parece que puedes acercarlo con los ojos, que lo eterno se vuelve efímero, y que se va consumiendo si lo observas fijamente.

- Si sigues analizando el infinito te perderás lo finito. Mirar al infinito es no mirar, es cegarse ante la vida – le gritaron a uno de esos soñadores

Él soltó una carcajada a modo de respuesta y apartó la vista antes de que el infinito desapareciera creyendo que le habían dado platón.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Con un buen chorro de aceite, por favor

Como una fuente de lechuga sin aliñar, ella es así, sosa. No importa con qué diente empieces a masticar, siempre sabe igual, un regusto a rancio que, irremediablemente, se incrusta en el paladar y sigue reposando ahí horas después del primer bocado. Intento buscarle algún tipo de explicación a ese sinsabor. Quizá sea porque su dieta se basa en alimentos tan insípidos como lo es ella, y ya saben lo que dicen; que somos lo que comemos. Pues oigan, yo prefiero no comer nada, prefiero no ser a ser un plato de fideos sin caldo ni sal. Ante todo, elegiría ser, pero si resulta que nazco pechuga de pollo, seca e hipocalórica, trataría por todos los medios de aderezarme con una hoja de laurel o con cualquier hierba aromática que encontrase por mi camino. Y si no lo consigo, en fin, me sacrificaría y donaría mi cuerpo a algún pobre animal moribundo. Antes eso, que vivir sabiendo que al cortarme va a salir sopa de cebolla en lugar de sangre.

Discúlpenme, es que hoy se me ha acabado la sal, y al llevarme la cena a la boca me ha llegado ese hedor a insulso, parecía incluso que estaba cruda, sí, ya saben, como es ella, sosa.

martes, 15 de septiembre de 2009

A veces a medias

A veces uno no sabe sentir si no lo hace con palabras y a veces parece que las palabras entorpecen y uno prefiere sentir callado. A veces no duermo por la noche y me arrastro durante el día con los ojos pesados y el cuerpo muerto. A veces echamos de menos sin tener derecho a hacerlo y como autómatas intentamos volver al presente, pero es un presente gris y sucio, manchado hasta los topes de un pasado inconcluso. A veces leo, leo demasiado y se me olvida cómo vivir, y otras, vivo tanto que acabo convirtiéndome en una analfabeta. A veces lloro sin querer y otras, quiero llorar y no puedo. A veces adolezco de una sobrecarga de energía, y después, al apagarse mi disco duro, todo me parece demasiado y funciono a medias, amo, odio, vivo a medias, como un fuego que se extingue. Tengo muchos ‘’a veces’’, pero ningún ‘’siempre’’. A veces me gustaría que los hubiera, aunque otras los maldeciría, los estrangularía de tal manera que acabaría volviéndome a esconder en el refugio de los medios sentimientos.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Oquedad

Vacío, todo era eso. Vacío como el lado izquierdo de su cama, vacío como su estómago, como su corazón desgastado, como su cabeza parca de ideas, como su vida. Se sentía tan vacío que a menudo se creía lleno, lleno de tanto vacío, harto de la vacuidad. La plenitud le rodeaba dejando un inmenso hueco que parecía imposible cubrir, y en el centro de esa abundancia estaba él mismo, excavando un agujero que simbolizaba la exigüidad, su escasez. En realidad no estaba mal del todo, pero sabía que podía estar mejor y eso le atribulaba aún más, lo vaciaba por completo bloqueando sus sentidos. Ya apenas hablaba, porque no sabía muy bien qué decir y callaba como sólo los cobardes saben hacerlo.

- Sí, últimamente yo también me siento un poco así – le dije, aunque puede que fuese por cortesía, o eso quería pensar

- Ya me lo imaginaba, porque al encontrarte el mundo me ha parecido un poco menos frívolo.

En ese momento a mí también me lo pareció, pero no se lo dije por si se trataba de uno de esos deseos que es mejor guardar para uno mismo si quieres que se cumplan. Mas en el fondo también callé como sólo los cobardes saben hacerlo.

sábado, 22 de agosto de 2009

M de miedo

El escritor llevaba semanas sin escribir. Se dedicaba a contar historias. ‘’Una historia, dos historias, tres historias’’ tragaba para sí. Nunca iba más allá, sólo enumeraba posibles relatos de la gente que pasaba a su alrededor. Ni siquiera era capaz de construir un mero párrafo en su cabeza. Lo intentaba con todas sus fuerzas. Empezaba una frase, pero enseguida la demolía sacudiendo histriónicamente los hombros arriba y abajo. Pensó en acudir a un médico. Aquel día no dejó de pensar en lo que podrían diagnosticarle, y, finalmente, resolvió no ver a ningún especialista por cobardía.

Poco más tarde, cuando creía haber conciliado el sueño, se despertó en mitad de la noche. Consiguió, frente al teclado del ordenador, sacar unas líneas. Escribió sobre su bloqueo literario y averiguó qué le sucedía: tenía miedo, sobre todo, miedo a escribir, porque nunca era más sincero que cuando escribía. Puede que en sus textos añadiera anécdotas inventadas en el momento, pero el trasfondo era de una verosimilitud terrorífica. A nadie le gusta que le mientan, aunque a menudo preferimos dejarnos engañar. Sin embargo, el escritor era consciente de que no hay verdad más dura que la de saberse en una mentira. Asumió esto y se enfrentó a su miedo escribiéndole cuánto miedo le tenía. Bastó menos de una hoja para que éste, amedrentado, huyera después de haber probado su propio veneno.

viernes, 7 de agosto de 2009

La princesa de escarcha

Era fría como la nieve, fría como un cubito de hielo en la sopa, como respirar en lo alto del Everest. Mirarla te congelaba hasta las entrañas. Sus ojos claros flotaban emulando dos icebergs en mitad del Antártico, de los cuales únicamente ves un diez por ciento de su masa total, es decir, la princesa de escarcha no mostraba ni cuarto de su veneno glacial. Creo que podía matar con un simple parpadeo. Nunca decía nada. Si tenía un buen día conseguías sonsacarle algún monosílabo, pero lo normal era que te despedazara con las pupilas. En eso consistía su lenguaje: si sentías que te había arrancado el estómago de cuajo a través de un mero pestañeo, la respuesta era afirmativa; y si creías que no sólo te lo había arrancado sino que después de esto te había obligado a tragártelo, significaba un ‘’no’’ rotundo. Ella era así, solemne en cada uno de sus movimientos, por eso en su idioma no existía un ‘’quizás’’ o un ‘’puede ser’’. ‘’Sí’’ y ‘’No’’ era lo único que podías obtener de ella. Intenté con todas mis fuerzas derretirla. La metí al horno para ver si se fundía. El tono mortecino de su piel se transformó en un beige tostado. Al despedirnos le pregunté si nos volveríamos a ver, ‘’Tal vez’’ articuló ella. Entonces me di cuenta de que un ‘’sí’’ me hubiese encantado y un ‘’no’’, aunque me hubiese destrozado, me habría dejado claras sus intenciones. Sin embargo, ese ‘’tal vez’’ me mantuvo en un estado incierto entre la vida y la muerte. Entonces deseé no haber asesinado a la princesa de escarcha. Calenté un poco de agua y me hice un caldo de pollo. Después de servirlo introduje un cubito en el plato. Desde entonces es lo más parecido a ella que mis labios han catado.

lunes, 6 de julio de 2009

Un grave error

Hace poco compré quinientos gramos de palabras. Estaban de oferta, por cada medio kilo te regalaban un silencio. Introduje mi nueva adquisición en el bolsillo izquierdo del pantalón y fui corriendo hasta donde se encontraba mi querido destinatario. Antes de llegar hasta él saqué los quinientos gramos del bolsillo. En la tienda, como les dije que se trataba de un regalo, habían metido las palabras en una cajita de cartón decorada con un lazo rojo. Después de saludarnos le entregué la cajita en las manos. Al abrirla su expresión no cambió. Tampoco dijo nada. Pensé que no habría tenido tiempo de comprar ninguna palabra, o que, le parecerían demasiado caras. De repente me di cuenta de que él no quería hablar, ni siquiera lo pretendía. Había venido a regalarme un silencio. Al principio me molestó. Pensé que ya le habría dedicado las palabras a otra y que a mí me tocaba quedarme con las sobras. Pero luego seguimos caminando y pasamos por la tienda en la que en un enorme cartel luminoso se leía ‘’Compre un silencio y le regalamos quinientos gramos de palabras’’ Debí de haberme confundido cuando lo leí por primera vez. Ahora me sentía mal, pues él podría estar pensando que yo le había obsequiado con la peor parte de la gramática. Avergonzada, no volví a abrir la boca en toda la tarde, y mientras callaba (no) le decía que perdonase mi despiste.

domingo, 5 de julio de 2009

Desarraigo

Le gustaba pensar que dependiendo del lugar sería más o menos joven. Es cierto, estaba convencido de que su edad variaba según el idioma en que la expresara. De tal manera que si en su ciudad natal tenía unos veinticinco años, en un país extranjero, como por ejemplo Australia, tendría alrededor de diecisiete, aproximadamente el tiempo que llevaba estudiando el idioma que allí se habla, el inglés. Por lo tanto, aunque si le preguntan por su edad él responde ‘’I’ll be twenty six in May’’, algo en su interior le decía que en inglés aún no había superado la pubertad. Del mismo modo que en francés era un niño que no llegaba a los seis años, y en japonés era un bebé que apenas había empezado a caminar. En estos momentos acaba de facturar una maleta en el aeropuerto de Berlín y cogerá un vuelo a las 17:12 que le llevara de regreso a Alicante, donde nació hace exactamente veinticinco años, nueve meses, seis días, tres horas y doce minutos y medio. No obstante, se crió aquí, donde hace un instante ha facturado la maleta, en Berlín. La gente suele decirle que su sangre es mitad alemana mitad española, aunque él alega que no cree en esas cosas, que si se corta un brazo sale un líquido rojo que no entiende de nacionalidades y punto. En Alicante le espera su madre, que en este momento se siente como Penélope el día que Ulises regresó a Ítaca. Sin embargo, él no se cree Ulises ni tampoco cree en Ítaca. Sólo cree en sus teorías lingüísticas que lo rejuvenecen y envejecen. Ahora se intuye a sí mismo como un anciano. Veinticinco años no es mucho, pero, como puede pasar al mismo tiempo por un quinceañero o incluso por un bebé, se siente pesado y obsoleto. Será porque los recuerdos le generan arrugas en la cara.

domingo, 28 de junio de 2009

El hambre en el mundo

El otro día cogí el Cercanías, no me pregunten a dónde iba. Seguramente ni siquiera yo mismo lo sabía a ciencia cierta. Además esto tampoco influye mucho para lo que me apetece contarles. Lo interesante ocurrió mientras permanecía sentado, absorto mirando por la ventana el paisaje triste de secano. Pronto me cansé del lúgubre panorama de aquella ventana sucia y giré la vista. Me encontraba casi al final del vagón, de manera que mis ojos fueron a parar instintivamente a la puerta corredera que separa un vagón de otro. En ese instante, las pupilas se centraron, más concretamente, en un cartel pegado al cristal. Se trataba de una campaña solidaria en la que, al parecer, colaboraba RENFE. El cartel decía algo así: ‘’Podemos aprovechar este viaje para combatir el hambre en el mundo’’ Lo leí, aunque con dificultad, ya que hube de hacerlo al revés puesto que el cartel estaba justo en la otra cara del cristal. Así pues, mi lectura, resultó poco afortunada. Imagínense mi espanto al creer que en lugar de ‘’combatir el hambre en el mundo’’ alguien había escrito ‘’compartir el hambre en el mundo’’ Al principio me asusté, pero enseguida volví a leerlo y cuando di con la frase correcta, mi error disléxico se me antojó más acertado.

En este mundo no tiene cabida el término medio, especialmente en los temas que giran en torno a la comida, o te mueres de hambre, o te mueres por cualquier enfermedad que tenga que ver con los excesos alimentarios; colesterol, obesidad etc. La solución, como en la mayoría de las cosas, residiría en equilibrar la balanza. Quizá si metiésemos en una cajita toda el hambre posible que amenaza al planeta, y lo repartiéramos equitativamente, el eterno problema se extinguiría. Compartir el hambre, constituiría por lo tanto, la mejor forma de combatirlo. No andaba yo tan mal encaminado cuando leí el cartel. Puede que escriba una carta sugiriendo que cambien su campaña. No sé si resultaría más efectiva, pero tal vez sí más apropiada.

domingo, 21 de junio de 2009

Decisiones y dolores de cabeza

Hay dos tipos de decisiones, las que se toman a la ligera, y las que no. Los pensamientos que generan esas decisiones se clasificarían asimismo de una forma similar, los hay de los que se atascan y resultan retóricos, ambiguos, y luego los que emanan a la superficie sin dudar un segundo y materializan enseguida esa elección.

Mientras discurrían estas elucubraciones, el Sr. J se atrevió a intervenir ‘’No se engañe usted, ya sabe qué camino tomará. Pero la veo aterrorizada y a ese miedo no le da la gana dejarla elegir’’ Cuánta razón tenía el Sr. J. Parecía la voz de mi conciencia. Tal vez fuera Pepito Grillo disfrazado para no asustarme ya más de lo que estaba. Lo cierto es que tenía la sensación de que algo dentro de mí ya había escogido y temía que esa decisión fuese la correcta. Por eso ni siquiera podía decir en voz alta que me había decantado ligeramente hacia un lado o hacia otro. El miedo alimentaba ese mutismo, y sólo podía hablar de lo que no había decidido.

Atendiendo a los dos tipos de decisiones ya citadas, las consecuencias se distinguirían en otros dos grupos, las que te llevan al arrepentimiento y las que no. ‘’Elegirá usted bien haga lo que haga’’ continuaba el Sr. J. Todo lo que pronunciaba sonaba tan convincente que no podía rebatir ni una sola de sus palabras. Deambula por ahí un, quizás falso, mito que reza que si cuando pides un deseo cuentas a alguien en qué consiste ese deseo, éste no se cumplirá y tu sueño se irá al garete. Esto que me angustia ahora no es exactamente un sueño, más bien una decisión que me ha quitado el sueño. Aunque por esto último también culpaba a los tres cafés que llevaba encima, que, por cierto, había sido yo la que había decidido bebérselos. Quizás fue por remordimientos, pensé que pasando más tiempo despierta dispondría de más tiempo para aclarar mis ideas.

Son las cinco y media de la mañana y aún no he rechazado nada, aunque estoy a punto. Creo que sea lo que sea saldrá bien, también puede salir mal. Sin embargo, he pensado que cuando por fin escoja, escogeré también que la elección tenga éxito, sólo para asegurarme.

viernes, 12 de junio de 2009

Insomnio de un enfermo

La cabeza le da vueltas, muchas vueltas. Recorre el mundo en un momento, y una vez que llega a la meta, que es también el punto de partida, empieza de nuevo. No puede dormir, será por remordimiento o tal vez por el calor. Quizás ambas cosas valen. Se arrepiente de lo que no hizo y teme que el sol del verano le derrita antes de triunfar o fracasar en esa empresa imposible. Con el epíteto de imposible ya nos adelanta algo terrible. Parece un barco a la deriva destinado a hundirse, como su cabeza que da vueltas en mitad de la tormenta.

Pero su objetivo es adelantar al oleaje y retarle a una carrera. Es más, aspira a ser el oleaje para sumergirse por sí solo y no tener que rendir cuentas a nadie. Empieza por escribir todo lo que está agujereando su cerebro en ese momento. No le hace falta una segunda lectura, mientras plasma sus pensamientos en el papel se convence del sinsentido de la vida. Como después de esto no podía concebir algo peor, se tranquiliza, ha visto el borde del abismo. Ahora puede dormir tranquilo. Menos mal, el insomnio había comenzado a hacer de las suyas, y en pocos días le había robado tres kilos de masa corporal. Desgraciadamente, la cerebral seguía pesando lo mismo. Es por esto que le costaba sostener la cabeza sobre sus hombros. La diferencia de peso entre cabeza y cuerpo aún no era demasiado grande, pero tenía miedo de que pronto si lo fuera y la cabeza acabara cayéndosele, o, lo que es peor, acabara perdiéndola. ¿Acaso no la habría perdido ya, y su falta de sueño era uno de los síntomas de esa repulsiva enfermedad?

jueves, 4 de junio de 2009

Distancia

Lejos, yo quería irme lejos. ‘’No Conrad, quédate. Te echaremos de menos’’ me decían. Yo no respondía, les sonreía, y aunque, en mi interior se iban acumulando las ansias de salir de allí, les miraba cómplices como si finalmente no tuviera la menor intención de moverme. Donde vivía en aquel entonces la distancia era un concepto desconocido. Todo estaba terriblemente cerca, las calles se estrechaban hasta asfixiarte y las personas se pegaban tanto que el mundo se me antojó un gigantesco embarazo de siameses. Necesitaba emerger a la superficie de aquella piscina amniótica y nadar hasta beber agua salada.

Yo quería irme lejos para estar cerca. Anhelaba un destierro que me alejara de ti y poco a poco me fuera acercando a mí. Ese invierno partí al exilio emocional. Pero me confundí, inicié mi viaje en la dirección equivocada. Huí de mi mismo, te encontré y me inventé una excusa para no verte: dibujé un camino con muchos Kilómetros de por medio entre tú y yo. Me insistías en que fuera de vez en cuando a visitarte, pero sentía nauseas si me imaginaba cruzando aquella carretera tan lúgubre. Intenté rehacer ese esbozo de sendero y cambiarlo por un par de manzanas fáciles de atravesar. Sin embargo, nunca se me ha dado bien eso de dibujar, cuando cogí la goma, en lugar de borrar el camino acabé borrándome a mí. Ya no hay distancia, ni siquiera compartimos un mismo mapa. Si al menos te hubiera advertido de mi pésimo sentido de la orientación, quizás ahora podrías leer una confesión más alegre.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Retrete

Llegué sedienta y al beber sin pensar un poco de agua me entró hambre. Busqué entre los armarios algo dulce, glucosa, necesitaba glucosa para alimentar mi cerebro. Últimamente andaba aletargado, tenía que despertarlo. Había estado sucumbiendo a ese sueño apático que ni siquiera aviva un café cargado. Sentía débil hasta los dedos de los pies. Cualquier parte de mi cuerpo se entumecía, haciéndome llegar señales en forma de cosquilleos soporíferos que pedían a su manera ingentes cantidades de azúcar. Mierda, el chocolate de verdad se había acabado. Tan sólo había un par de tabletas mordisqueadas: chocolate de mala calidad que compré en tiempos de escasez. En aquellos tiempos me supo muy bien, hasta que mi paladar se recompuso y me pareció demasiado dulce incluso para mí. Lo mejor que pude encontrar fue una lata de anchoas, pero, aunque estaba desesperada, sabía que las anchoas y el azúcar no era una combinación suculenta, creo que ni siquiera podría considerarse comestible. El estómago sonaba igual que una tubería limpia por donde el fluir del agua causa un ruido espantoso. El silencio sepulcral que reinaba en la casa dejaba oír el eco de esa cascada, que era lo único con lo que contaba mi barriga. El estruendo iba aumentando por segundos hasta que se generó un concierto intestinal. Temía que los vecinos subieran a quejarse por el escándalo. No me quedaba más remedio que recurrir a las anchoas. Las engullí como un instinto de supervivencia. Al poco tiempo empecé a sentir que alguien había encendido una chimenea en mi aparato digestivo. Enseguida fui al baño y acabé expulsado lo que yo pensé que debían de ser heces. Sin embargo, antes de tirar de la cadena pude atisbar una especie de masa sangrante que se contraía maquinalmente, con la precisión de un reloj suizo. Me di cuenta entonces de que mi estómago ya no gritaba y de que el hambre se había comido mi propio corazón. Una vez fuera del cuerpo ese tipo de órganos huele mal, así que tuve que tirar los sentimientos por el retrete porque eso junto con las sardinas me provocaba arcadas y tenía miedo de vomitar también el resto de neuronas que aún conservaba.

lunes, 18 de mayo de 2009

El tabaco puede matar(me)

Se enciende con un chasquido de mechero o, en su defecto, un zas de cerilla. El contacto hace efecto y éste empieza a desgastarse, escupiendo cadenciosamente ceniza. Se consume poco a poco, él solito se extingue. Puedes contribuir a su completa desaparición y restarle agonía al quitarle parte de su alma, que luego expulsas en forma de humo. El humo también expira. No se trata de un alma platónica, que sigue deambulando aún fuera del cuerpo. Sólo es una bruma espesa que depende del sujeto para existir, porque el cigarrillo causa el humo, y si éste muere, el humo, huérfano, correrá buscando otra familia hasta desintegrarse.

Hay muchos asesinos en serie que se pasean mostrando su crimen tan ricamente. A la gente le da igual, es un homicidio consentido. En los periódicos dicen que en el ranking de muerte violenta el suicidio ostenta el primer puesto. ¿Qué pasa con el pobre cigarrillo? Nadie se acuerda de él cuando lo succionan impunemente y luego lo descuartizan con un pisotón o, simplemente, estrujándolo contra la pared.

Creo que tengo el síndrome de la calada. A menudo me siento cigarrillo y observo cómo me consumo, mientras con el humo que desprendo daño los pulmones de los que favorecen esa especie de autodestrucción.

sábado, 16 de mayo de 2009

Hipótesis inexplicable

No lo sé. No puedo explicarlo, pero lo siento. Será porqué siempre me han ido los extremos. Será porque sólo se odiar y amar, como Catulo. Será porque estoy sola cuando me persiguen, y acompañada cuando me espían desde lejos. Será porque cada vez soy un poquito menos, porque en muchas ocasiones ni yo misma consigo verme. Qué diminuta, qué escurridiza. Que me pierdo en el aire, dice un desconocido al que conozco más de lo que me gustaría, y nunca me alcanza por más que lo intente. Quizás sí lo sé, quizás si lo sabes. Pero prefiero la ignorancia sentimental. Me quedo con las palabras, sobre todo con las que no existen, esas que pueden expresar hasta donde la gramática convencional no llega. No lo sé. Únicamente sé que lo siento y espero inquieta a que llegue el momento en que logre explicarlo.

Entierro nietzscheano

Excavó y excavó, pero por más que lo hizo no encontró llave alguna. No sólo no podía entrar en su propia casa, aquella llave era mucho más que eso. Esa pérdida u olvido, puede que la haya olvidado, le privaba también de las puertas del mundo. Un mundo que le habían arrebatado. Ahora estaba sola frente a la ciudad. Muerta, la ciudad ha muerto, permanece muerta y ella le dio muerte. La mató para vivir. Sin embargo, las cosas no son fáciles para un mortal, que se sabe mortal y procura sacar el máximo partido de su condición, en el reino de Hades. Nadie pasa y si alguien se pasea por los alrededores lo hace arrastrándose como un cadáver al que ya casi no le quedan huesos. La ciudad está muerta, pero ella sigue viva, y cuanto más crea, más destruye, cuanto más escribe, menos la leen. Aunque no lo hace a propósito, solamente juega como una niña, buscando la llave que no quiere encontrar.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Alcoholismo infantil

Qué abyecta pesadilla tuvo la niña de los tobillos finos. Antes de dormirse pensó en la sonrisa bobalicona que últimamente se le dibujaba sin que ella se diera cuenta, y cerró los ojos con un gesto de plácida felicidad. Soñó, pues, con algo que la llenó de satisfacción. Se trataba de una historia que nunca había ocurrido, pero que siempre había anhelado narrar con los ojos, y no con la cabeza. La sonrisa se mantuvo hasta que la mañana siguiente despertó como si acabara de salir de un coma etílico, donde pasada la embriaguez, sólo quedaba una resaca con regusto a vómito. Decidió echarse un poco de agua a la cara y limpiar su vergüenza. Al reconocerse frente al espejo descubrió una mirada hinchada y una piel mustia, que en nada se correspondía con la euforia que experimentó durante la noche. Pero, ya se sabe, son las secuelas de los excesos. Intentó recordar entonces lo que había pasado. ‘’ ¿Ha sido un sueño, o una pesadilla?’’ se decía ‘’ En cualquier caso, me lo he inventado, no puede afectarme como si fuera real. ’’ Lo que la niña de los tobillos finos no sabía era que lo psíquico y lo físico casan muy bien. En un fotograma psicosomático interactúan estas dos fuerzas, lo que piensas viaja directamente de tu cabecita hasta tus pupilas; si crees verlo te emborrachas y enfermas. Las consecuencias de la borrachera no hubieran resultado tan terribles si no hubiera bebido whisky caducado. La pobre niña creía que hacia tiempo que la botella había acabado en la basura, pero no, probó el sabor amargo de lo olvidado y los recuerdos la mandaron al vertedero en el que aquel maldito whisky ya debía haberse evaporado. No pretendía recordarlo, quiero decir, beberlo. Casi había superado el síndrome de abstinencia cuando a un descerebrado se le ocurrió invitarla a un trago. Los fantasmas no tardaron en llegar y en raptarla. Ahora la niña de los tobillos finos vaga por ahí, bajo una sabana blanca. Pero como tiene los tobillos muy finos, las hordas del pasado no encontraron unos grilletes a su medida. Está suelta, colándose en habitaciones de niños y escondiéndose debajo de las camas, para convertirse en presa del olvido y carne del recuerdo, como la botella de whisky caducado.

domingo, 10 de mayo de 2009

Víctima y verdugo

No me imagino de otra manera si no es ejerciendo como psicóloga clínica. Lo tuve claro desde pequeña. Con cinco años me parecía una profesión casi digna de un mártir, me atraía hasta límites insospechados la idea de dedicar mi vida ayudando a los demás. Conforme crecía, aquel concepto fue madurando y descubrí que no se trataba de una mera ayuda altruista, sino de un enriquecimiento personal. A los 13 años devoré La Interpretación de los sueños de Freud, y para cuando tenía 15, había convertido el DSM en la Biblia de una nueva religión en la que yo aspiraba a la categoría de Santa. Cuando llegó mi primer día en la universidad estaba pletórica. Durante el curso asistía a clase con una sonrisa maquiavélica que parecía salírseme de la cara. No bromeo, una mañana, al sonar el despertador me levanté como siempre, con los labios estirados de oreja a oreja, y mientras me preparaba el café oí un ruido extraño que venía de mi propio cuerpo; la mandíbula se me había desencajado y apenas podía pronunciar una palabra inteligible. Suerte que una de mis compañeras de piso estudiaba Medicina y consiguió, con un suave golpe de manos, ponerla de nuevo en su sitio. Los años en la facultad pasaron muy rápido. Creo que el ritmo de aquella época resultó tan frenético que apenas pude disfrutar de los pequeños placeres de la vida del estudiante. Una vez licenciada sentía que conseguir una consulta y pergeñar el sueño que siempre había anhelado no me satisfaría. Necesitaba recuperar el mundo que me había estado perdiendo hasta entonces. Pero, ¿cómo empezar? Se me ocurrió frecuentar a un psicoanalista que había no muy lejos de mi casa, en Príncipe de Vergara. No me acuerdo de su nombre, Carlos no sé qué. No sé si esas sesiones me sirven de mucho, pero he acabado enganchándome y no consigo tomar una decisión si no la hablo antes con mi psicoanalista. Por eso ahora tengo miedo de abrir mi propia consulta. Temo enviar a todos mis pacientes a ese tal Carlos, o aún peor, transformar mis citas con el psicoanalista en conversaciones sobre mis pacientes. ¡Qué desgracia la mía! Yo quería ser verdugo y terminé víctima de mi ambición.

viernes, 1 de mayo de 2009

Silencio

Han pasado casi diez minutos y nadie ha dicho nada. Lo mejor es que ni siquiera me he dado cuenta. El silencio se había apoderado incluso del café, la cuchara que movía haciendo círculos maquinalmente no producía ningún sonido al chocar con las paredes de la taza. En ese tipo de situaciones, normalmente escucho crujir mis párpados al pestañear, suelen chirriar como una puerta envejecida al cerrarse. Pero esta vez no se oía nada, ni el estruendoso pensamiento del que se sabe mudo. Se trataba, pues, de un mutismo acogedor, que nos arropaba y nos hablaba mediante infrasonidos. Por un momento, estuve tentada a quebrarlo, a romper esa magia y farfullar cualquier estupidez. Hay veces en las que se habla, aunque no se no se diga nada, con tal de evitar el silencio. En ocasiones es preferible evitar directamente los encuentros en los que se puedan producir esos silencios incómodos. Porque ya se sabe, tanto el que disgusta como el que gusta se delatan cuando callan. Sin embargo, la diferencia entre ellos es abismal, el odio se mide en gritos, pero el amor, siempre en silencios.

lunes, 27 de abril de 2009

Una calada de palabras

De entre todos me eligió porque hablaba claro, y yo, de entre todas, la escogí porque no alcanzaba a comprender ni una sola palabra que escupía por la boca. Era menuda y tenía aspecto de extranjera, como si proviniera de otro mundo. Su cabeza estaba llena de ideas geniales. Eran tantas, que luego, al intentar contarlas se tropezaban unas con otras y el resultado constituía un discurso ininteligible. Todo lo decía muy rápido y a trompicones, como si las palabras se empujaran entre ellas para salir. Nadie la entendía, ni siquiera yo. Pero con el tiempo aprendí a descodificar su lenguaje. El esfuerzo mereció la pena. Lo que escuché resultó ser absolutamente maravilloso. Una vez que lograbas pasar esa censura fónica, el mensaje era sublime. En más de una ocasión pensé en grabar alguna de nuestras conversaciones para analizarlas detalladamente más tarde, pensaba que no estaba sacando el máximo partido a sus palabras. Fumaba a todas horas. Era lo único que parecía hacer despacio, con calma. Sostenía el cigarrillo entre sus dedos con una elegancia exquisita. Supongo que por eso los sonidos que emitía al hablar sabían a humo. Sus palabras llegaban ambiguas, yo las descifraba (o eso creía) y enseguida expiraban como el humo del cigarrillo. Por ello nunca pude grabar ninguna de nuestras conversaciones. La vez que lo intenté, cuando el aparato se disponía a reproducir el archivo, salió por entre los resquicios del altavoz un montón de ceniza.

Un día le pregunté por qué fumaba y ella me contestó que lo hacía por la misma razón por la que hablaba, porque si no, la nube de humo que llevaba en su interior se acumularía, padecería retención de líquidos, engordaría y al explotar inundaría el planeta.

sábado, 18 de abril de 2009

Landry Fachou

Landry Fachou mentía constantemente. Gracias a su falta de franqueza consiguió ser un tipo respetado y admirado en su trabajo. Sus mentiras le valieron un buen puesto en una de las mejores empresas de publicidad de Francia y su falta de escrúpulos le proporcionaba un buen fajo de billetes cada mes. No sólo gozaba de éxito profesional, esa sonrisa frívola que tanto le caracterizaba hizo que la mayoría de mujeres a las que conocía se peleara por compartir la cama con él, y los hombres, por parecérsele.

Landry Fachou conocía de sobra el efecto que causaba en los demás y supo exprimir aquella virtud que en él constituía un arma defectuosa de doble filo llamada carisma. Según los cánones de belleza de la época, Landry Fachou era un hombre bastante atractivo, pero lo que la moda no podía calibrar era la podredumbre y el hedor a hez de caballo que se había gestado en su interior. Puede que fuera guapo, pero por dentro estaba podrido. Amarle suponía una aventura tan peligrosa como morder una fruta envenenada.

Un día dijo una verdad sin querer. No se dio cuenta de que lo hacía, pero al pronunciarla se sintió extraño. Experimentó una especie de decepción hacia sí mismo, casi parecía un engaño. Como nadie estaba acostumbrado a oír ese tipo de cosas de los labios de Landry Fachou, todos se miraron boquiabiertos y enseguida pensaron que se trataba de una broma sin importancia. Entonces Landry Fachou rectificó, mintió sobre su verdad para que pareciese creíble y de esa manera, todos los allí presentes volvieron a depositar su confianza en él.

jueves, 16 de abril de 2009

Debussy y su romanticismo

Me robaste una de mis canciones favoritas, ahora percibo esas notas como interferencias radiofónicas. Cada vez que intento escucharla lo único que me llega son llantos desgarrados que tú acallabas con esa canción. Creías que era nuestra canción pero en realidad, la hiciste tuya. Te la llevaste, casi conseguiste raptarme a mí también. Menos mal que en un impulso de valentía salté de la torre de marfil. Menos mal que fue así, quizás no me la robaras, puede que fuese yo la que renunció a ella. En cualquier caso, me alegro de no tener que volver a escucharla. Lloro si lo hago, pero lloro aún más si pienso por qué lloro. Me privaste de una hermosa melodía. Eso me entristece. Sin embargo, en el fondo, sonrío porque una sola canción no es nada comparada con la banda sonora que me queda por escuchar, por vivir, y de la que no gozaría si me hubiera dejado perseguir por unos cuantos acordes de piano.

lunes, 13 de abril de 2009

Sellos de tinta invisible

No sé por qué, pero a veces prefiero escribir a mano que teclear las palabras frente a un ordenador. Ahora mismo eso es lo que hago, aunque tarde o temprano acabaré trasladando estas letras al mundo virtual. He estado olisqueando viejas carpetas. Sólo he encontrado recuerdos olvidados, relegados a la decrepitud. Uno de ellos es la hoja sobre la que escribo, hay un pliegue en la esquina izquierda y huele a consulta psiquiátrica, un hedor a rancio no del todo desagradable. La hoja en sí no significa nada, estaba vacía, sin ninguna mancha de tinta. Sin embargo, se encontraba justo al lado de otras que sí habían sido escritas. La mayoría eran apuntes sin importancia, algunos de ellos habían salido del puño y la letra de personas de las que ya no me acordaba, ni siquiera sabía de la existencia de las susodichas notas. Pero lo que más me ha llamado la atención han sido las cartas, cartas escritas por mí a un destinatario que nunca respondió. Se trataba de una época en la que jugaba a ser cartera redactaba la epístola y la entregaba en persona a ese receptor taciturno. Al releerlas me han parecido pretenciosas e insulsas, como un caldo de pollo al que alguien se empeñase en ponerle un nombre francés para que sonase a cocina creativa. Por aquel entonces jugaba también a ser filósofa y en algunos ratos libres me hacía pasar por psicóloga. Mis cartas eran, pues, el resultado de una mezcla de vida contemplativa barata y fanfarronería conductista.

Aunque haya enviado muchas, siempre me he considerado una mala escritora de cartas, o una mala escritora a secas. De todas formas, yo seguía haciendo mis reflexiones y continuaba con mi juego de cartera. Conservaba la ingenua esperanza de leer una contestación que me inquietara y me hiciera poner algo sobre el papel que no careciera de sentido. Con el tiempo me di cuenta de que había muy pocas posibilidades de que ese alguien respondiera a mis plegarias. Me llegué a decir a mi misma que si algún día recibía ese maldito sobre no volvería a escribir para vengarme y causarle al inoportuno emisor la misma ansiedad que experimenté en ese ínterin.

Ahora sé que no las leía, o al menos, no en serio. Por eso dejé de escribirle y comencé un nuevo cuaderno de apuntes que bauticé como Fotogramas psicosomáticos, dejando que el destinatario se eligiese a si mismo como tal y convirtiéndome en una especie de sobre sin remitente en esta comunicación azarosa.

miércoles, 8 de abril de 2009

Minucias

Son pequeñas cosas, insignificantes si las miras desde lejos, pero de cerca se agrandan y toman forman, se van moldeando hasta que alcanzan dimensiones de una pirámide egipcia. Pequeños placeres tan simples como abrir el frigorífico y beberte la leche directamente de brick, tan dulces como luchar con tus párpados segundos antes de quedarte dormido en el sofá del salón, acurrucado por el sol y por un libro abierto que termina por ceder al letargo que se ha apoderado de ti hace un momento. Se trata de instantes, efímeros y sin embargo consustanciales al sabor a veces insípido del día a día, podrían definirse como el edulcorante de una jornada amarga, como la galleta de mantequilla que acompaña a un café solo. Estirar los brazos hacia el cielo, de manera que parece que se te vayan a despegar del cuerpo, y luego girar el cuello y sentir un crujido de madera vieja y húmeda es un ejemplo de ese momento extático que dura menos que un parpadeo pero que se aborrecería si viniera como los clásicos del cine en versión extendida. Meter el dedo índice en el bol, impregnarlo de masa cruda y lego darle un lametazo mientras preparas un bizcocho, rascarte la cutícula de las uñas como un autómata hasta que duela, colocar la palma de la mano a unos pocos centímetros de los ojos y jugar a enfocar y a desenfocar el fondo de manera intermitente, sentarte sobre el césped húmedo y arrancarlo con la intensidad de un psicópata, explotar burbujitas de plástico, subir escaleras con los ojos cerrados y perder la noción del espacio y del tiempo sintiendo sólo claroscuros que se te enganchan en las pestañas, encogerte sobre una silla en posición fetal mientras lees y al levantarte experimentar ese cosquilleo de unos músculos que tratan de desentumecerse; todo eso y algunas cuantas cosas más, constituyen esas minucias que importan cuando parece que nada importa. No todo está perdido si sigues cantando en la ducha, disfrutando de unas notas destrozadas.

jueves, 2 de abril de 2009

Manía persecutoria

Qué asco, sólo se me ocurre una palabra para definirlo: repulsión. Es peor que una arcada antes de vomitar y prácticamente igual que expulsar la bilis por la garganta. Me busca, me persigue y se pega a mí como un parásito. Intenta succionarme la sangre. Entonces desearía que se hubiese inventado una vacuna contra la inoportunidad. Pongo cara de mártir y aguanto su palabrería hasta que alguien acuda a rescatarme o me invente cualquier excusa para desaparecer. Cuando creía que me encontraba a salvo aparece de nuevo, como una serpiente que se enrosca y te asfixia. Yo permanezco rígida, impávida, con el rostro inexpresivo. Cualquier atisbo de sentimiento podría excitar al animal y hacer que yo dictara mi sentencia de muerte por culpa de una sonrisa, de un guiño de cortesía. ‘’La indiferencia es tu única arma’’, me digo a mí misma, ‘’úsala, estás desesperada’’ El verdugo se da cuenta de que no actúo con naturalidad, sabe que su comportamiento puede causar cualquier cosa menos indiferencia. Se sorprende por mi anómala actitud y me encuentra más atractiva. Lo difícil resulta más interesante. Mi plan no funciona. No importa las vueltas que dé tratando de huir, seguramente, si fuera necesario cavaría un agujero hasta las antípodas para encontrarme. Su presencia es una manzana envenenada que una vez mordí y su ausencia la Blancanieves cantarina y sonriente que llega a casa de los Siete Enanitos.

- No me gusta – reprochó la pequeña – Es un cuento incompleto. ¿Dónde está el príncipe azul?

- No hay, me dijo que prefería seguir siendo rana.

lunes, 30 de marzo de 2009

Cadena perpetua

Alguien le raptó, no se sabe quién lo hizo, puede que fuera él mismo. Lo encerraron en un calabozo oscuro, donde el único contacto con el mundo exterior era un agujero minúsculo en la pared de piedra que el tiempo había roído. De todas formas, no importaba, el secuestrador utilizó el agujero para clavar una especie de barrote de hierro en el que ató las esposas que colocó al rehén. No entendía que estaba haciendo allí, no se creía culpable de ningún crimen y aunque lo fuera pensaba que se merecía una explicación. Una vez al día una especie de compuerta diminuta se abría y una mano le dejaba agua y una o dos manzanas. El joven chico corría con la mirada desencajada al ver llegar la comida. De pequeño, siempre tiraba la fruta que su madre le daba para que almorzara en el recreo. Pero en aquellas circunstancias, seguramente hubiera devorado con la misma ansía unas manzanas que un plato de cucarachas. Pasaban los días, cada uno de ellos más gris, más desalentador. Sus costillas, cada vez más prominentes, parecían despegársele del cuerpo. Las piernas se le habían convertido en dos cuchillos finos y afilados que se clavaban al suelo si intentaba caminar. Cada vez le era más difícil llegar hasta la otra esquina de la celda donde dejaban la manzana y el vaso de agua. Optó por no moverse más de 3 centímetros de la compuerta. Pero llego un momento en el que el mero estiramiento de brazo que debía hacer para alcanzar la manzana le resultaba doloroso y empleaba casi cinco minutos para llevarlo a cabo. Una mañana se percató de algo milagroso, había adelgazado tanto y tenía ahora una muñeca tan huesuda que podía perfectamente sacar las manos de aquellas esposas. Una vez que se hubiera deshecho de las esposas podía escapar por la compuerta desde la cual le proporcionaban comida, era pequeña, pero suficientemente amplia para dejar pasar a ese cuerpo enclenque. Sin embargo, no le quedaban fuerzas para hacerlo, deslizarse por aquella compuerta le dolería tanto como si cortaran su torso en pedacitos. Tenía en su mano la libertad, pero era una mano demasiado frágil. No se sabe si consiguió huir. Hay quienes dicen que sí que le lo logró, otros cuentan que se quedó maldiciendo a quien quiera que fuera su verdugo. Aunque nadie sabe quien lo raptó, puede que fuera él mismo.

lunes, 23 de marzo de 2009

Medusa de poca monta


Era dulce e ingenua sin proponérselo. Se trataba de ese tipo de inocencia que sólo los niños poseen cuando hablan o ríen. Sus ojos nunca mentían. En las pupilas podía adivinársele perfectamente cómo se encontraba ese día. La mayoría de ellos parecía feliz, feliz en aquella ignorancia meliflua que ella no había estudiado, pero sí elegido, porque después de todo, sabía que no iba a ser feliz si se despojaba de su inocencia. Así pues, cuando una vez descubrió la ingenuidad, la tomó como su nueva religión. Se convirtió en una dogmática de la candidez y vivió según sus preceptos hasta que un día alguien se aprovechó de la pobre beata.

La inocencia se transformó en llanto y enseguida, en furia. Intentó metamorfosearse en Medusa y cambiar sus ojos tímidos por unas corneas sangrientas que petrificaran a todo aquel que osase mirarla. Sería una Medusa que no se dejaría vencer ni por un Perseo escoltado por un séquito de tanques. Pero la metamorfosis fracasó. Los ojos que petrificaban se quedaron en una inofensiva mirada desencajada y las serpientes, en una generosa ración de espaguetis. Enfundada en aquel traje mitológico de pacotilla fue más desgraciada que nunca. Pocos días después acabó devorándose a si misma y murió a causa de una indigestión con un plato de pasta a la boloñesa.

viernes, 20 de marzo de 2009

Sinestesia geométrica

Conocí una vez a un niño un tanto extraño que creía ver jirafas en las nubes y caballos trotando en los charcos que limpian las calles los días lluviosos. Su madre le pellizcaba las orejas cada vez que estiraba el cuello apuntando los ojos hacia el cielo para ver aquellas jirafas blancas y amorfas. ’’No hay jirafas en el cielo, ¿no ves que no tienen alas?’’ le decía. Él estaba convencido de que eso no era cierto como tampoco era verdad lo que su madre decía sobre los charcos: ‘’No son caballos, eres tú, tu reflejo que aprecias borroso en el agua. ’’ Por culpa de los razonamientos de su madre, el niño extraño llegó a pensar que él era un caballo, pues si era su reflejo lo que percibía y lo que veía era una carrera de caballos, el tendría que ser al menos uno de toda esa estampida que se le presentaba entre gotas de agua.

En verano hicimos una excursión al zoo. Yo estaba a su lado cuando pasamos por la zona donde se encontraban las jirafas. El niño, con unos ojos desorbitados y una sonrisa diabólica se dirigió a mí.

- Mira, esa jirafa tienen forma de nube – dijo señalando a una directamente en el hocico.

-Ya, y el sol, de galleta – le contesté

A partir de ese día el niño extraño siempre decía en los días nublados que las jirafas tenían hambre y todas querían comerse la única galleta que había. Al principio lo tomé por loco, yo sólo veía un puñado de nubes amorfas, pero poco a poco me fui cegando o dejando cegar.

jueves, 12 de marzo de 2009

Patología

Conrad Desmond era feliz, y por ello se sentía más desgraciado que cuando no lo era. Se había recuperado de una terrible enfermedad. Meses antes cualquier especialista lo hubiera dejado por una causa perdida y cualquier diagnóstico, seguramente, hubiera concluido con la muerte. Sin embargo, ahora parecía sano. Se trataba de una salud tan plena que a Conrad Desmond le resultaba enfermiza. No soportaba aquel equilibrio. El orden externo constituía desorden en su interior y la estabilidad lo desestabilizaba. El gráfico que describía su curva emocional era una línea recta. Como poco se puede decir de una línea recta, ya no escribía. En su estado de locura la prosa desgarradora de Conrad Desmond había conmovido a muchos, pero ahora era plana como su estado anímico.

En un primer momento, todos sus allegados y familiares se alegraron al descubrir aquella milagrosa recuperación, pero tardaron poco en reprocharle la mediocridad en la que se había sumido. Nadie dudaba de su potencial y todos criticaban su manera de desperdiciarlo. Es por ello que tramó en secreto su maquiavélico plan; enfermaría de nuevo, sufriría y aprendería de sus desgracias. El orden se haría dentro del caos y alcanzaría una ligera alegría en la tristeza más absoluta. Dos años después, Conrad Desmond había publicado tres libros, dos de los cuales ya habían sido traducidos al inglés y al francés. La genialidad le consumía, su vida era tan gris como su escasa cabellera que envejecía por segundos. Se suicidó a los 47 años porque no quería morir viejo. Tras su muerte dejó diecisiete novelas, un ensayo filosófico y un sinfín de entrevistas para periódicos, revistas y demás medios de comunicación que veían en Conrad Desmond el prototipo perfecto del artista romántico, ideal para generar polémica que sirva en las tertulias televisivas y en un publico que no sabe lo que quiere. Por aquel entonces, pocos había que lo entendiesen, la mayoría desaprobaba su excéntrico comportamiento. Pero todo el mundo hablaba de él, sus obras cautivaron a mucha gente y no habría sido así si Conrad Desmond hubiera vivido cuerdo.

miércoles, 4 de marzo de 2009

La tienda de dulces

Mira tú cómo nos gusta complicarlo todo. Una vez me contaron que una ancianita bordeaba todo el barrio para llegar hasta su casa porque decía que si escogía el camino más corto tenía que pasar por una pastelería y aquel escaparate siempre acababa tentándola para que rompiese su estricta dieta sin azúcar.

El rodeo que realizaba, a menudo incluso más de dos veces al día, terminó resintiendo sus rodillas. La abuelita tuvo que ayudarse de un bastón al cabo de poco tiempo. Unos golpes punzantes y afilados no tardaron mucho en atacarle los nervios de la pierna izquierda. Fue entonces cuando optó por recluirse en su casa y no dar más pasos que los que separaban la cama de la mecedora del salón.

El sedentarismo la desgastó por completo. En su nueva vida no experimentaba más emoción que la que puede haber en la de una ameba. Lo único que paliaba aquella agonía estática eran los pasteles de chocolate que su hija le compraba en la tienda de dulces de las esquina.

domingo, 1 de marzo de 2009

Como perros y piensos

Pienso, no pienso de pensar, sino comida para perros. Me refiero a esas bolas y cubos de colores desparramados por el suelo. Mi perro no los quiere, introduce el hocico en el plato, los huele y excava concienzudamente hasta que el cuenco se desborda y los granos acaban esparcidos por toda la terraza. El pienso nunca piensa en este rechazo. Nunca piensa si es pienso o no. Sólo existe sin pensar. Ay, si Descartes me oyera me propinaría una buena colleja. A veces me siento pienso y al pensarlo me convierto en perro. Pero no soy un perro que ladra, simplemente, uno de esos que se recuesta sobre sus patas esperando a que su amo le traiga la comida. Si se trata de pienso la rehúsa y si no, también. Solamente sabe lo que no quiere, y lo que quiere se esfuerza por no quererlo.

No hay vida más estoica que la de un perro salvo la de su comida. Los amos que se dan cuenta de esto no saben que es peor; si ver morir a su perro de hambre o al pienso de aburrimiento.

martes, 17 de febrero de 2009

Nada

No puedo hacer nada salvo escribir que no puedo. Tú me perturbas y ahora miro embobada al infinito creyendo ver tus manos en una canción que me sé de memoria. Cuento las notas que me quedan para llegar hasta ti, pero al final acabo componiendo una melodía con silencios prolongados que enseguida te encargas de romper. Eres la gota que me hace ver el vaso medio lleno y por eso me ahogo, me ahogas en mi optimismo. Desde que me clavaste esos ojos oscuros lo veo todo negro. No existe otro color. Hay azules que parecen verdes, rojos anaranjados, incluso grises blanquecinos; pero el negro siempre es negro. Ahora es más intenso que nunca, un negro abismal que te absorbe y te ciega. Ya no veo, ni oigo, ni como. Sólo me quedan unas manos, que escriben lo desgraciadamente feliz que me haces cuando no me dejas hacer, porque ahora no hago nada salvo escribirte que no hago.

jueves, 12 de febrero de 2009

Pesar una palabra

T. se incorporó y se dirigió hasta la cocina. Cogió de uno de los altillos una caja polvorienta y sacó de ella un peso viejo, casi arrugado. No sabía muy bien cómo proceder. Ni siquiera estaba seguro de que fuera lícito aquello que se había propuesto. Llevaba tiempo dándole vueltas en la cabeza, maquinando el modo de llevar a cabo su controvertido plan. Ahora que lo tenía todo a punto, se había quedado bloqueado, estaba perplejo, con los músculos entumecidos y la boca seca. ‘’No me va a doler, no me va a doler’’ decía para sus adentros. Lo sacó de su bolsillo, guardado en una bolsita de tela roja y a su vez, dentro de ésta, T. lo había envuelto en un pañuelo de terciopelo negro, como el coleccionista que conserva una reliquia. Lo dejó con cuidado en el peso. Pero la maquina permaneció inalterada, marcando un abyecto cero. T. lo agarró del pescuezo y ésta vez lo dejo caer con fuerza. El peso ni siquiera se inmutó. T. lo estrujó entre sus manos con los ojos inyectados en sangre y luego rompió a llorar. Más tarde, en la soledad de su alcoba, se enjugó las lágrimas intentando comprender porque los ‘’te quieros’’ de C. no se podían pesar, no valían nada.

lunes, 2 de febrero de 2009

Soy tu vómito

Hola, Tú:

Supongo que ya tenías una ligera idea de lo que te voy a contar, pero aún así, prefieres taparte los ojos. Según su etimología, bulimia viene del griego; boulomai, que significa literalmente, querer. De esta forma, podríamos definir el término clínico como un afán absoluto; unas ansias irrefrenables que hace ya algún tiempo experimento. El sentimiento aparece con más fuerza conforme se acerca la hora en la que te veré. Acumulo una bola de ideas y palabras que giran sobre si mismas en el estómago, como una lavadora con programa automático. Me remuevo en la cama con los ojos abiertos en la oscuridad. No veo nada, sólo siento letras empujando mis intestinos. Parece que van a salir disparadas por el ombligo, extirpando vísceras y succionándome la sangre, pero no. Se asientan en la boca de mi estómago haciendo presión, al mismo tiempo que crean una saliva amarga, casi tóxica. La garganta me arde tanto que pienso que al despegar los labios voy a escupir fuego. El reloj ya marca y media, sé que estarás allí, sé que me sonreirás y que probablemente yo te saludaré del mismo modo. Sin embargo, lo que en realidad me gustaría es vomitarte en toda la cara, arrojarte a esos ojos cegados la masa viscosa que se había ido gestando en mis intestinos, escupirte palabras que yo misma desconozco. Y a pesar de levitar ante la idea de poder mancharte el corazón con el vómito que tú has provocado, me callo y sonrío; tal y como esperabas. Te odio por ser la causa de esta enfermedad incontrolable y te quiero por la misma razón, pero sobre todo, te añoro, porque esa angustia sólo me mata de vez en cuando. Mientras tanto, permanezco en estado vegetativo hasta que vuelvas a activar mi bulimia y me vuelvas a dar la vida para comértela poco a poco y después vomitarme. Sólo soy tu vómito, pero ahora quiero ser también boca para propulsarme hasta la tuya y ahogarte entre esta grasa pegajosa en la que me has convertido.

Con cariño,

Yo

lunes, 26 de enero de 2009

Granitos de arena

Llegaron con sigilo, asentándose en mi frente, justo encima de unas cejas arqueadas. También excavaron una pequeña guarida alrededor de mis ojos y destensaron toda mi piel, dejando un resultado final similar al de un chicle desgastado. Al sonreír, se formaban dos desfiladeros que flanqueaban mi boca. Si mi expresión era alegre, los desfiladeros se acortaban, pero si era triste, los desfiladeros se volvían más ásperos y vertiginosos. Por aquel entonces yo todavía andaba intentando descifrar cómo se medía el tiempo en un reloj de arena. Creía que los granitos se empujaban entre sí, tratando de escalar por aquellas paredes cóncavas que los asfixiaban. Desgraciadamente, había tantos granitos de arena que ninguno conseguía ponerse de acuerdo. Si hubiesen cooperado juntos, quizás hubiesen formado una escalera de puntos diminutos y hubiesen escapado antes de caer por la cintura del reloj. Yo no quiero ser un granito de arena y acabar aplastado por otros miles de granitos, para después de un rato volver a comenzar con la misma operación. Divagando sobre esto estaba yo cuando me percaté de las arrugas. Sí, de esas que habían llegado con sigilo. Me pregunté si la vejez es la que nos encierra en ese reloj de arena, y me di cuenta de que el tiempo se va comiendo las paredes del reloj, arrugándolo con grietas por las que los granitos se escabullen. Fue entonces cuando empezó a gustarme mi rostro envejecido.

lunes, 19 de enero de 2009

Instrucciones para fundar una nueva religión

Lo vi y desde el primer momento supe que él sería el Dios de la nueva religión que yo misma me encargaría de difundir. Mi papel era el del profeta, un trabajo sencillo puesto que disponía de todos los ingredientes necesarios para que aquel macabro plan no sólo funcionase, sino que resultase de un éxito rotundo. Una vez tienes al líder carismático, lo único que queda es mostrarlo y el mundo entero se rendirá ante él. El resto son meros retoques que los fieles se ocuparán de modelar. Puede que elaboren una serie de mandamientos para rendir culto al mesías o se impongan ellos mismos algún que otro castigo a modo de penitencia porque se sienten indignos del nuevo Dios. Por supuesto, con el tiempo el gran número de seguidores exigirá la creación de algún tipo de lugar sagrado. Si hace falta derribaremos los edificios que nos entorpezcan para levantar templos colosales donde se coloquen esculturas que representen al futuro salvador. Nuestra empresa crecerá a un ritmo tan desorbitado que parecería un blanco fácil de derribar. Pero contaríamos con un segundo as bajo la manga, nos apresuraríamos a crearnos enemigos, paganos que denuncien nuestra abyecta jerarquía. Nosotros mismos seríamos los primeros en reprender duramente a la religión que habíamos fundado. De esta manera, no sólo dominaríamos a los que nos aman, sino también a los que nos odian. Tanto el líder como yo, acabaremos ebrios de poder. Tanta ostentación nos corromperá y al final odiaré a aquél que un día fue objeto de mi más sincera admiración. Pero será demasiado tarde, a esas alturas, profanar sería sinónimo de venerar. Sólo existiría una solución para esta aparente aporía; inmolarse en nombre de Dios y que así se haga su voluntad.

lunes, 12 de enero de 2009

Sobre nuestro carnaval

Era feo para la mayoría pero a mí me parecía el ser más bello sobre la faz de la tierra. Cuando dormía se escurría bajo la cama para que nadie pudiera ver como, mientras soñaba con los ojos cerrados, sus labios se entreabrían y humedecían las sábanas. Si cantaba lo hacía en silencio y sus oídos eran los únicos capaces de apreciar aquellas notas sordas que yo tanto anhelaba escuchar. A veces, en un arrebato de euforia pegaba un brinco en mitad de la acera, pero solamente lo hacía cuando nadie lo observaba. Llevaba una máscara que ninguno podía ver con los ojos y sin embargo, era lo único que conocían de él, es decir, nada. La nada es indiferencia y eso era lo que causaba allá donde iba. Pero nada y nada ya hacen algo. Ésa es la razón por la que decidí acercarme a él.

- ¿Por qué llevas esa ridícula máscara? – le interrogué

- Porque tengo miedo

- ¿Y a qué tienes miedo?

- A no llevarla – sentenció

Yo quería arrancársela de cuajo y romperla en mil pedazos pero cuando descubrí lo que había debajo de ese disfraz quedé tan fascinada que olvidé por completo el principal propósito de mi aventura. Acabé enmascarándome yo también y ahora los dos esperamos a que alguien ponga fin a este carnaval.

sábado, 3 de enero de 2009

Fragmentos incompletos

Mientras hablaba, Carlos apuntaba su nombre completo en un trozo de papel. Ella lo observaba intrigada. Cuando le enseñó su garabato para comprobar si lo había escrito correctamente, Helena apretó los dientes y arrugó los labios. Con gesto iracundo pero fingiendo cortesía se dirigió de nuevo a él.

- Helena se escribe con ‘’h’’

- En Inglaterra, pero en castellano la ‘’h’’ es prescindible.

-¿Me estás diciendo cómo tengo que escribir mi nombre? – elevó el tono de voz.

- Me parece cursi ponerle ‘’h’’ cuando en el lenguaje oral no se aprecia. ¿Para qué quieres recargarlo con grafías que no suenan?

- Está aceptado de las dos maneras y a mí me gusta así. Además según tu teoría deberíamos eliminar la ‘’h’’ del castellano.

- No, cuando va detrás de una ‘’c’’ sí que es útil. Para el resto de los casos, es innecesaria.

- Me niego a trabajar con un terrorista de la etimología que me llama Helena sin ‘’h’’

- ¡Pero si suena igual! Si no te lo hubiera escrito ni siquiera te habrías dado cuenta. Te has delatado tú misma.

Discutieron un poco más hasta que Carlos cedió y colocó una ‘’h’’ donde ella le indicaba. Luego siguieron hablando, Carlos le contó sus peripecias de cuando trabajaba en la redacción y ambos se sumergieron en una conversación de sueños frustrados.

- ¡Periodista tenías que ser! Sólo a alguien así se le ocurriría la idea tan descabellada de cambiar todo el léxico español para ajustarlo a su propia ortografía.