viernes, 7 de agosto de 2009

La princesa de escarcha

Era fría como la nieve, fría como un cubito de hielo en la sopa, como respirar en lo alto del Everest. Mirarla te congelaba hasta las entrañas. Sus ojos claros flotaban emulando dos icebergs en mitad del Antártico, de los cuales únicamente ves un diez por ciento de su masa total, es decir, la princesa de escarcha no mostraba ni cuarto de su veneno glacial. Creo que podía matar con un simple parpadeo. Nunca decía nada. Si tenía un buen día conseguías sonsacarle algún monosílabo, pero lo normal era que te despedazara con las pupilas. En eso consistía su lenguaje: si sentías que te había arrancado el estómago de cuajo a través de un mero pestañeo, la respuesta era afirmativa; y si creías que no sólo te lo había arrancado sino que después de esto te había obligado a tragártelo, significaba un ‘’no’’ rotundo. Ella era así, solemne en cada uno de sus movimientos, por eso en su idioma no existía un ‘’quizás’’ o un ‘’puede ser’’. ‘’Sí’’ y ‘’No’’ era lo único que podías obtener de ella. Intenté con todas mis fuerzas derretirla. La metí al horno para ver si se fundía. El tono mortecino de su piel se transformó en un beige tostado. Al despedirnos le pregunté si nos volveríamos a ver, ‘’Tal vez’’ articuló ella. Entonces me di cuenta de que un ‘’sí’’ me hubiese encantado y un ‘’no’’, aunque me hubiese destrozado, me habría dejado claras sus intenciones. Sin embargo, ese ‘’tal vez’’ me mantuvo en un estado incierto entre la vida y la muerte. Entonces deseé no haber asesinado a la princesa de escarcha. Calenté un poco de agua y me hice un caldo de pollo. Después de servirlo introduje un cubito en el plato. Desde entonces es lo más parecido a ella que mis labios han catado.