lunes, 30 de marzo de 2009

Cadena perpetua

Alguien le raptó, no se sabe quién lo hizo, puede que fuera él mismo. Lo encerraron en un calabozo oscuro, donde el único contacto con el mundo exterior era un agujero minúsculo en la pared de piedra que el tiempo había roído. De todas formas, no importaba, el secuestrador utilizó el agujero para clavar una especie de barrote de hierro en el que ató las esposas que colocó al rehén. No entendía que estaba haciendo allí, no se creía culpable de ningún crimen y aunque lo fuera pensaba que se merecía una explicación. Una vez al día una especie de compuerta diminuta se abría y una mano le dejaba agua y una o dos manzanas. El joven chico corría con la mirada desencajada al ver llegar la comida. De pequeño, siempre tiraba la fruta que su madre le daba para que almorzara en el recreo. Pero en aquellas circunstancias, seguramente hubiera devorado con la misma ansía unas manzanas que un plato de cucarachas. Pasaban los días, cada uno de ellos más gris, más desalentador. Sus costillas, cada vez más prominentes, parecían despegársele del cuerpo. Las piernas se le habían convertido en dos cuchillos finos y afilados que se clavaban al suelo si intentaba caminar. Cada vez le era más difícil llegar hasta la otra esquina de la celda donde dejaban la manzana y el vaso de agua. Optó por no moverse más de 3 centímetros de la compuerta. Pero llego un momento en el que el mero estiramiento de brazo que debía hacer para alcanzar la manzana le resultaba doloroso y empleaba casi cinco minutos para llevarlo a cabo. Una mañana se percató de algo milagroso, había adelgazado tanto y tenía ahora una muñeca tan huesuda que podía perfectamente sacar las manos de aquellas esposas. Una vez que se hubiera deshecho de las esposas podía escapar por la compuerta desde la cual le proporcionaban comida, era pequeña, pero suficientemente amplia para dejar pasar a ese cuerpo enclenque. Sin embargo, no le quedaban fuerzas para hacerlo, deslizarse por aquella compuerta le dolería tanto como si cortaran su torso en pedacitos. Tenía en su mano la libertad, pero era una mano demasiado frágil. No se sabe si consiguió huir. Hay quienes dicen que sí que le lo logró, otros cuentan que se quedó maldiciendo a quien quiera que fuera su verdugo. Aunque nadie sabe quien lo raptó, puede que fuera él mismo.

lunes, 23 de marzo de 2009

Medusa de poca monta


Era dulce e ingenua sin proponérselo. Se trataba de ese tipo de inocencia que sólo los niños poseen cuando hablan o ríen. Sus ojos nunca mentían. En las pupilas podía adivinársele perfectamente cómo se encontraba ese día. La mayoría de ellos parecía feliz, feliz en aquella ignorancia meliflua que ella no había estudiado, pero sí elegido, porque después de todo, sabía que no iba a ser feliz si se despojaba de su inocencia. Así pues, cuando una vez descubrió la ingenuidad, la tomó como su nueva religión. Se convirtió en una dogmática de la candidez y vivió según sus preceptos hasta que un día alguien se aprovechó de la pobre beata.

La inocencia se transformó en llanto y enseguida, en furia. Intentó metamorfosearse en Medusa y cambiar sus ojos tímidos por unas corneas sangrientas que petrificaran a todo aquel que osase mirarla. Sería una Medusa que no se dejaría vencer ni por un Perseo escoltado por un séquito de tanques. Pero la metamorfosis fracasó. Los ojos que petrificaban se quedaron en una inofensiva mirada desencajada y las serpientes, en una generosa ración de espaguetis. Enfundada en aquel traje mitológico de pacotilla fue más desgraciada que nunca. Pocos días después acabó devorándose a si misma y murió a causa de una indigestión con un plato de pasta a la boloñesa.

viernes, 20 de marzo de 2009

Sinestesia geométrica

Conocí una vez a un niño un tanto extraño que creía ver jirafas en las nubes y caballos trotando en los charcos que limpian las calles los días lluviosos. Su madre le pellizcaba las orejas cada vez que estiraba el cuello apuntando los ojos hacia el cielo para ver aquellas jirafas blancas y amorfas. ’’No hay jirafas en el cielo, ¿no ves que no tienen alas?’’ le decía. Él estaba convencido de que eso no era cierto como tampoco era verdad lo que su madre decía sobre los charcos: ‘’No son caballos, eres tú, tu reflejo que aprecias borroso en el agua. ’’ Por culpa de los razonamientos de su madre, el niño extraño llegó a pensar que él era un caballo, pues si era su reflejo lo que percibía y lo que veía era una carrera de caballos, el tendría que ser al menos uno de toda esa estampida que se le presentaba entre gotas de agua.

En verano hicimos una excursión al zoo. Yo estaba a su lado cuando pasamos por la zona donde se encontraban las jirafas. El niño, con unos ojos desorbitados y una sonrisa diabólica se dirigió a mí.

- Mira, esa jirafa tienen forma de nube – dijo señalando a una directamente en el hocico.

-Ya, y el sol, de galleta – le contesté

A partir de ese día el niño extraño siempre decía en los días nublados que las jirafas tenían hambre y todas querían comerse la única galleta que había. Al principio lo tomé por loco, yo sólo veía un puñado de nubes amorfas, pero poco a poco me fui cegando o dejando cegar.

jueves, 12 de marzo de 2009

Patología

Conrad Desmond era feliz, y por ello se sentía más desgraciado que cuando no lo era. Se había recuperado de una terrible enfermedad. Meses antes cualquier especialista lo hubiera dejado por una causa perdida y cualquier diagnóstico, seguramente, hubiera concluido con la muerte. Sin embargo, ahora parecía sano. Se trataba de una salud tan plena que a Conrad Desmond le resultaba enfermiza. No soportaba aquel equilibrio. El orden externo constituía desorden en su interior y la estabilidad lo desestabilizaba. El gráfico que describía su curva emocional era una línea recta. Como poco se puede decir de una línea recta, ya no escribía. En su estado de locura la prosa desgarradora de Conrad Desmond había conmovido a muchos, pero ahora era plana como su estado anímico.

En un primer momento, todos sus allegados y familiares se alegraron al descubrir aquella milagrosa recuperación, pero tardaron poco en reprocharle la mediocridad en la que se había sumido. Nadie dudaba de su potencial y todos criticaban su manera de desperdiciarlo. Es por ello que tramó en secreto su maquiavélico plan; enfermaría de nuevo, sufriría y aprendería de sus desgracias. El orden se haría dentro del caos y alcanzaría una ligera alegría en la tristeza más absoluta. Dos años después, Conrad Desmond había publicado tres libros, dos de los cuales ya habían sido traducidos al inglés y al francés. La genialidad le consumía, su vida era tan gris como su escasa cabellera que envejecía por segundos. Se suicidó a los 47 años porque no quería morir viejo. Tras su muerte dejó diecisiete novelas, un ensayo filosófico y un sinfín de entrevistas para periódicos, revistas y demás medios de comunicación que veían en Conrad Desmond el prototipo perfecto del artista romántico, ideal para generar polémica que sirva en las tertulias televisivas y en un publico que no sabe lo que quiere. Por aquel entonces, pocos había que lo entendiesen, la mayoría desaprobaba su excéntrico comportamiento. Pero todo el mundo hablaba de él, sus obras cautivaron a mucha gente y no habría sido así si Conrad Desmond hubiera vivido cuerdo.

miércoles, 4 de marzo de 2009

La tienda de dulces

Mira tú cómo nos gusta complicarlo todo. Una vez me contaron que una ancianita bordeaba todo el barrio para llegar hasta su casa porque decía que si escogía el camino más corto tenía que pasar por una pastelería y aquel escaparate siempre acababa tentándola para que rompiese su estricta dieta sin azúcar.

El rodeo que realizaba, a menudo incluso más de dos veces al día, terminó resintiendo sus rodillas. La abuelita tuvo que ayudarse de un bastón al cabo de poco tiempo. Unos golpes punzantes y afilados no tardaron mucho en atacarle los nervios de la pierna izquierda. Fue entonces cuando optó por recluirse en su casa y no dar más pasos que los que separaban la cama de la mecedora del salón.

El sedentarismo la desgastó por completo. En su nueva vida no experimentaba más emoción que la que puede haber en la de una ameba. Lo único que paliaba aquella agonía estática eran los pasteles de chocolate que su hija le compraba en la tienda de dulces de las esquina.

domingo, 1 de marzo de 2009

Como perros y piensos

Pienso, no pienso de pensar, sino comida para perros. Me refiero a esas bolas y cubos de colores desparramados por el suelo. Mi perro no los quiere, introduce el hocico en el plato, los huele y excava concienzudamente hasta que el cuenco se desborda y los granos acaban esparcidos por toda la terraza. El pienso nunca piensa en este rechazo. Nunca piensa si es pienso o no. Sólo existe sin pensar. Ay, si Descartes me oyera me propinaría una buena colleja. A veces me siento pienso y al pensarlo me convierto en perro. Pero no soy un perro que ladra, simplemente, uno de esos que se recuesta sobre sus patas esperando a que su amo le traiga la comida. Si se trata de pienso la rehúsa y si no, también. Solamente sabe lo que no quiere, y lo que quiere se esfuerza por no quererlo.

No hay vida más estoica que la de un perro salvo la de su comida. Los amos que se dan cuenta de esto no saben que es peor; si ver morir a su perro de hambre o al pienso de aburrimiento.