lunes, 26 de enero de 2009

Granitos de arena

Llegaron con sigilo, asentándose en mi frente, justo encima de unas cejas arqueadas. También excavaron una pequeña guarida alrededor de mis ojos y destensaron toda mi piel, dejando un resultado final similar al de un chicle desgastado. Al sonreír, se formaban dos desfiladeros que flanqueaban mi boca. Si mi expresión era alegre, los desfiladeros se acortaban, pero si era triste, los desfiladeros se volvían más ásperos y vertiginosos. Por aquel entonces yo todavía andaba intentando descifrar cómo se medía el tiempo en un reloj de arena. Creía que los granitos se empujaban entre sí, tratando de escalar por aquellas paredes cóncavas que los asfixiaban. Desgraciadamente, había tantos granitos de arena que ninguno conseguía ponerse de acuerdo. Si hubiesen cooperado juntos, quizás hubiesen formado una escalera de puntos diminutos y hubiesen escapado antes de caer por la cintura del reloj. Yo no quiero ser un granito de arena y acabar aplastado por otros miles de granitos, para después de un rato volver a comenzar con la misma operación. Divagando sobre esto estaba yo cuando me percaté de las arrugas. Sí, de esas que habían llegado con sigilo. Me pregunté si la vejez es la que nos encierra en ese reloj de arena, y me di cuenta de que el tiempo se va comiendo las paredes del reloj, arrugándolo con grietas por las que los granitos se escabullen. Fue entonces cuando empezó a gustarme mi rostro envejecido.

2 comentarios:

Yeray García dijo...

Crecer es vivir...

Y hay algo mejor que vivir?

Nos leemos!

Mario Pina dijo...

Todos, alguna vez, nos hemos quedado embobados mientras observávamos el lento descender de la arena en un reloj. Es casi mágico. Es un movimiento líquido, de algo tan sólido como la tierra. Abrupto pero extremadamente delicado. Creo que en eso consiste envejecer.

Cuídese Excma. Srta. Ballesta