martes, 7 de diciembre de 2010

Un hombre a un caparazón pegado



Resultó que en lugar de crecerle barba le creció un caparazón y pasó de lampiño a molusco. Ocurrió el día de su decimoquinto cumpleaños, creyó que se trataba de un regalo, igual que regalan libros, videojuegos o camisetas demasiado pequeñas. Le encantó despertar con una concha pegada a los omoplatos, las paredes internas estaban impregnadas de una sustancia parecida a la mantequilla, que le permitía moverse a sus anchas dentro del caparazón. Prefería su nuevo cuerpo al antiguo, sin duda alguna. Esa misma mañana se despidió de su familia, les dijo que iba a instalarse en su nueva cáscara. No se opusieron, tampoco le alentaron, se limitaron a mirarle como si fuese un manual de instrucciones para poner en marcha una lavadora. Allí mismo, ante los indolentes ojos de sus progenitores, se agachó y se escurrió por entre las sinuosas cavidades del armazón. Permaneció allí un par de eternidades hasta que un pie despistado tropezó e hizo añicos la cáscara. Ahora, mientras un pie le asfixia presionándole el abdomen, se arrepiente de no haber recibido una cuchilla de afeitar como regalo de cumpleaños, como mucho, habría acabado con algún que otro inocuo corte en las mejillas y no con cisuras casi imposibles de cicatrizar.

1 comentario:

Mario Pina dijo...

Y, sobre todo, qué triste morir justo ahora que alguien se había tomado la molestia de comenzar a destruirle.