viernes, 31 de octubre de 2008

Frío invierno

No, no y no. No quiero. Se están colando los primeros rayos de sol. Se agrandan, se alargan y ya casi me cubren toda la cabeza. La penumbra es cada vez menos tangible. El día se abre y yo me escondo. Encojo todo mi cuerpo, curvando mi columna en posición fetal. Con los ojos cerrados pero despiertos. Tiemblo porque me entra frío sólo con pensar que tengo que salir de mi guarida. Entonces comienzo a dar vueltas tanteando un lado y otro, deslizándome entre los pliegues de la tela. Luego estiro mis músculos entumecidos. Giro la cabeza y miro hacia abajo, la distancia me parece abismal. Me incorporó, el nido se quiebra y medrosa, apoyo los dedos desnudos de mis pies en el suelo. La miro con nostalgia, mi coleccionista de sueños. Una mañana diáfana me arranca del mundo onírico y aunque no quiera me levanto y salgo de la cama.

jueves, 23 de octubre de 2008

Un colibrí risueño

Un colibrí risueño sobrevolaba la palma de mi mano, yo, ilusa, la extendía creyendo que se posaría en ella. Le miraba fijamente, hipnotizada. Él agitaba sus alas frenéticamente y me hablaba con susurros inaudibles. Quería acariciar sus plumas doradas pero el colibrí no me dejaba. Aunque permaneciese en el mismo sitio, movía su minúsculo cuerpo a una velocidad imperceptible, si no fuera porque aún distinguía el pico, sus alas hubieran podido pasar por dos cuchillar afiladas. Poco a poco cada uno de mis músculos se fueron relajando hasta que tuvieron la consistencia de la gelatina, las piernas me flaqueaban y la sonrisa invadió un rostro cada vez más bobalicón. Me había cautivado.

Parpadeé involuntariamente, una de esas acciones que realiza nuestro cuerpo sin que nos demos cuenta, y cuando volví a abrir los ojos el colibrí había desaparecido. Seguí mi camino con una mueca infantil. Me sentía triste pero traté de ocultarlo porque solamente se trataba de un mero colibrí, un pájaro mudo y aun así más volátil que cualquier palabra. La gente se reiría de mí si me encontrase llorando por un colibrí, así pues, intenté borrar aquel capítulo efímero. Pero no pude. Llegué hasta un riachuelo y en la orilla lo encontré danzando. Su silueta metálica deslumbraba, me hacía daño en las corneas. Sin embargo, aun cuando se me derritiesen las retinas, seguí observándolo. Me acerqué y otra vez, perdonándole sin decir nada, le cedí mi mano. Rehuyó, dando vueltas a mi alrededor, atrapándome mientras se alejaba. Lo hizo lentamente, ahora sus alas eran de águila. Partía hacia el horizonte con la elegancia de un ave rapaz. Por mucho que enjugara mis lágrimas no dejaba de tener las mejillas húmedas. Lloraba porque yo no tenía alas. Cada vez lo veía más borroso y me convencía a mi misma de que ya era menos bello, casi un vencejo. No lo conseguí, por muy lejos que estuviese, seguiría siendo el colibrí risueño en el que pensaría constantemente. Entonces lo decidí, aprendería a volar.

sábado, 11 de octubre de 2008

Trastorno metamórfico de un hombre

Se incorporó y extendiendo los brazos y las piernas intentó salir del trance. No sabía cuánto tiempo había permanecido dormido. Cuando se levantó creyó que el mundo a su alrededor había vivido más de veinte años desde que se durmió. Él también había cambiado. Sentía que su cuerpo no le pertenecía, como si anduviese con las piernas de otro y viera con unos ojos que no eran suyos. Su figura se le antojaba más voluminosa que antes. El peso de su barriga hacia que caminase con la piernas más abiertas de lo normal y contoneándose de un lado a otro con hilarante cadencia. El trayecto hasta el aseo le pareció interminable y acabó exhausto. Por fin consiguió verse en el espejo. Su reflejo mostraba la perplejidad de un hombre ante aquel rostro que ahora desconocía. Examinó cada surco y cada arruga minuciosamente y no encontró parecido alguno con la persona que un día fue, por muy rápido que el tiempo hubiese pasado. No sólo había multiplicado su peso, sino que dónde antes había una nariz pequeña y aniñada ahora irrumpían dos agujeros enormes sujetados por una prominente giba y donde estuvo una vez una sonrisa partida de labios cortados se han colocado dos líneas finas arrugadas, casi imperceptibles. Se echó a llorar. Durante largo rato se observó a sí mismo con una esclerótica extraña empapada. Su nuevo cuerpo era agotador, le costaba manejar aquellos muslos rollizos. Tras una dura travesía logró llegar al sofá. Al sentarse notó más que nunca aquella acumulación de grasa que bordeaba su tronco empezando en el ombligo. Era como si estuviese dentro de una piscina llena de tocino de cerdo. Ahora creía hallarse en un universo ilusorio, pensaba que ese cuerpo en el que se encontraba atrapado se interponía en la realidad. Había que superar la barrera cárnica para llegar a la vida, mientras tanto estaría muerto. Pero su cuerpo no volvió a cambiar, salvo las pequeñas variaciones que se sufren con la edad, nunca más padecería semejante metamorfosis. Por mucho ejercicio que realizara y poco que comiera jamás adelgazo un solo gramo. Vivió, pues, a pesar de creerse muerto, luchando contra su cuerpo y murió porque aquella guerra resultó ser ímproba y extenuante.

jueves, 2 de octubre de 2008

Azul eléctrico

Eran dos personajes antagónicos, dos contrarios alejados el uno del otro. Sin embargo compartían el mismo color de iris. Ambos poseían ese tono claro y límpido, exactamente idéntico.

Uno era guapo y hercúleo, de tez morena y pelo oscuro. Otro, desgarbado, enclenque con la piel mortecina, llena de manchas y el cabello pajizo y enmarañado. El primero hablaba con contundencia y rigidez, intentando ocultar su flagrante carácter tímido. Este fenómeno acrecentaba la admiración que infundía a los demás, especialmente entre el público femenino. Lo intuían como un ser misteriso. Su timidez no constituía ningún tipo de barrera, al contrario, lo hacía más interesante. Pensaban que desenmascarar su inexpresión facial y esos ojos estáticos sería una especie de expedición hasta algo tan bello y lejano como la luna. En cambio, cualquier canon impuesto producía en mí la más absoluta indiferencia. Era incapaz de enamorarme de alguien que no sólo desaprovechaba su supuesto atractivo, sino que utilizaba aquello como un arma de doble filo para encandilarnos, prerrogativa a la que sucumbieron todas sus víctimas excepto yo.

El tipo enclenque tenía los mismos ojos que el primero pero se me antojaban dos universos completamente diferentes, uno infinito y el otro vacío, respectivamente. Tenía mirada de actor, una virtud que con el tiempo y la experiencia se puede adquirir. Sin embargo, la suya era una característica innata, consustancial a su naturaleza única. Mirarle fijamente era un pasatiempo agotador, sus pupilas te atrapaban y te iban consumiendo poco a poco, provocándote pequeños espasmos en la boca del estómago. Sus ojos de azul eléctrico proporcionaban descargas que te hacían temblar. Luego estaba ese rostro cansado de tonos cambiantes, no importa cuanto lo hubieses examinado siempre encontrabas algo nuevo que te incitaba a seguir buscando entre los entresijos faciales. Su voz era suave, las palabras te acariciaban recorriéndote una a una con elegancia. Cuando apartaba la vista y conseguía despertarme del trance mi cuerpo sentía aquella combinación entre las endorfinas y el sudor como si hubiese realizado un enorme esfuerzo físico. Quizás por eso nadie lo veía como lo hacía yo, la verdadera belleza es tan sugestiva como extenuante.