miércoles, 13 de mayo de 2009

Alcoholismo infantil

Qué abyecta pesadilla tuvo la niña de los tobillos finos. Antes de dormirse pensó en la sonrisa bobalicona que últimamente se le dibujaba sin que ella se diera cuenta, y cerró los ojos con un gesto de plácida felicidad. Soñó, pues, con algo que la llenó de satisfacción. Se trataba de una historia que nunca había ocurrido, pero que siempre había anhelado narrar con los ojos, y no con la cabeza. La sonrisa se mantuvo hasta que la mañana siguiente despertó como si acabara de salir de un coma etílico, donde pasada la embriaguez, sólo quedaba una resaca con regusto a vómito. Decidió echarse un poco de agua a la cara y limpiar su vergüenza. Al reconocerse frente al espejo descubrió una mirada hinchada y una piel mustia, que en nada se correspondía con la euforia que experimentó durante la noche. Pero, ya se sabe, son las secuelas de los excesos. Intentó recordar entonces lo que había pasado. ‘’ ¿Ha sido un sueño, o una pesadilla?’’ se decía ‘’ En cualquier caso, me lo he inventado, no puede afectarme como si fuera real. ’’ Lo que la niña de los tobillos finos no sabía era que lo psíquico y lo físico casan muy bien. En un fotograma psicosomático interactúan estas dos fuerzas, lo que piensas viaja directamente de tu cabecita hasta tus pupilas; si crees verlo te emborrachas y enfermas. Las consecuencias de la borrachera no hubieran resultado tan terribles si no hubiera bebido whisky caducado. La pobre niña creía que hacia tiempo que la botella había acabado en la basura, pero no, probó el sabor amargo de lo olvidado y los recuerdos la mandaron al vertedero en el que aquel maldito whisky ya debía haberse evaporado. No pretendía recordarlo, quiero decir, beberlo. Casi había superado el síndrome de abstinencia cuando a un descerebrado se le ocurrió invitarla a un trago. Los fantasmas no tardaron en llegar y en raptarla. Ahora la niña de los tobillos finos vaga por ahí, bajo una sabana blanca. Pero como tiene los tobillos muy finos, las hordas del pasado no encontraron unos grilletes a su medida. Está suelta, colándose en habitaciones de niños y escondiéndose debajo de las camas, para convertirse en presa del olvido y carne del recuerdo, como la botella de whisky caducado.

2 comentarios:

Mario Pina dijo...

Creo que vivimos en un mundo de alcohólicos que no lo son, porque todos son alcohólicos. A mí me pasa, no me considero alcohólico, porque los que me rodean beben tanto como yo. Aun así, no dejo de avergonzarme cuando me miro al espejo, con los ojos hinchados y la piel mustia. Es la cara que se te queda cuando te quitas una máscara pegajosa, que se he pegado demasiado firmemente a tu cabeza, y que huele y sabe mal: a alcohol.

Las duchas suelen acabar con gran parte de esto, pero cada vaso de whisky te rompe un poco más por dentro. Hasta que al final te sabes agrietado.

Alba Steiner dijo...

Creo que he abusado de la metáfora y he convertido este texto en una confesión de alcoholicos anónimos. O, quizás tu comentario es también una alegoría. En fin, tengo que poner los pies en la tierra de vez en cuando.