domingo, 10 de mayo de 2009

Víctima y verdugo

No me imagino de otra manera si no es ejerciendo como psicóloga clínica. Lo tuve claro desde pequeña. Con cinco años me parecía una profesión casi digna de un mártir, me atraía hasta límites insospechados la idea de dedicar mi vida ayudando a los demás. Conforme crecía, aquel concepto fue madurando y descubrí que no se trataba de una mera ayuda altruista, sino de un enriquecimiento personal. A los 13 años devoré La Interpretación de los sueños de Freud, y para cuando tenía 15, había convertido el DSM en la Biblia de una nueva religión en la que yo aspiraba a la categoría de Santa. Cuando llegó mi primer día en la universidad estaba pletórica. Durante el curso asistía a clase con una sonrisa maquiavélica que parecía salírseme de la cara. No bromeo, una mañana, al sonar el despertador me levanté como siempre, con los labios estirados de oreja a oreja, y mientras me preparaba el café oí un ruido extraño que venía de mi propio cuerpo; la mandíbula se me había desencajado y apenas podía pronunciar una palabra inteligible. Suerte que una de mis compañeras de piso estudiaba Medicina y consiguió, con un suave golpe de manos, ponerla de nuevo en su sitio. Los años en la facultad pasaron muy rápido. Creo que el ritmo de aquella época resultó tan frenético que apenas pude disfrutar de los pequeños placeres de la vida del estudiante. Una vez licenciada sentía que conseguir una consulta y pergeñar el sueño que siempre había anhelado no me satisfaría. Necesitaba recuperar el mundo que me había estado perdiendo hasta entonces. Pero, ¿cómo empezar? Se me ocurrió frecuentar a un psicoanalista que había no muy lejos de mi casa, en Príncipe de Vergara. No me acuerdo de su nombre, Carlos no sé qué. No sé si esas sesiones me sirven de mucho, pero he acabado enganchándome y no consigo tomar una decisión si no la hablo antes con mi psicoanalista. Por eso ahora tengo miedo de abrir mi propia consulta. Temo enviar a todos mis pacientes a ese tal Carlos, o aún peor, transformar mis citas con el psicoanalista en conversaciones sobre mis pacientes. ¡Qué desgracia la mía! Yo quería ser verdugo y terminé víctima de mi ambición.

1 comentario:

Mario Pina dijo...

Verdugo y ambición (amdugo y verdición). Es una idea buena la de tu relato, la tragedia edípica de quien poco a poco va perpetrando su propia tragedia. En realidad, es posible que todas las vidas tengan cierto componente autodestructivo y la mía debe estar en los primeros puestos del ranking.

Buen relato, Alba Ballesta (Balba Allesta), me hacía falta leerte.

PD: Rodó.