Cuando en la década
de los cincuenta, en el norte de Estados Unidos, un padre conducía a su hijo en
una camioneta por carreteras perdidas y lo llevaba hasta bosques de árboles imposibles
para dejarlo solo allí durante un rato, ¿sabía ese niño que era David Lynch?
Cuando, más tarde, a finales de los sesenta, ese niño ya crecido rodó su primer
cortometraje, ¿se había dado cuenta ya de que era David Lynch? Cuando llegó a
California para estudiar cine, ¿era menos David Lynch que cuando un par de años
más tarde, decidido a dejar el American Film Institute, aceptó seguir, sobornado
por la financiación de la escuela, que produjo Eraserhead? Cuando Dennis Hopper, con los ojos desorbitados ante
las piernas entreabiertas y desnudas de Isabella Rosellini, inhala poseído
nitrato amílico con la ayuda de una mascarilla, ¿era consciente de que estaba
siendo David Lynch? Y cuándo Willem Dafoe descuartiza con la mirada el cuerpo de
Laura Dern en Wild at heart, ¿era
consciente entonces? ¿Ni siquiera cuando el Club Silencio gritaba su nombre lo
escuchó? ¿Es David Lynch el único que no se ha dado cuenta de quién es David
Lynch o somos nosotros los que hemos caído en el engaño y, como le ocurriera a
aquel personaje de Borges, hemos querido salvar a alguien que caminaba sobre el
fuego, ignorando que también nosotros lo pisamos sin quemarnos? ¿Acaso no consiste en eso ser David Lynch?
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