sábado, 11 de octubre de 2008

Trastorno metamórfico de un hombre

Se incorporó y extendiendo los brazos y las piernas intentó salir del trance. No sabía cuánto tiempo había permanecido dormido. Cuando se levantó creyó que el mundo a su alrededor había vivido más de veinte años desde que se durmió. Él también había cambiado. Sentía que su cuerpo no le pertenecía, como si anduviese con las piernas de otro y viera con unos ojos que no eran suyos. Su figura se le antojaba más voluminosa que antes. El peso de su barriga hacia que caminase con la piernas más abiertas de lo normal y contoneándose de un lado a otro con hilarante cadencia. El trayecto hasta el aseo le pareció interminable y acabó exhausto. Por fin consiguió verse en el espejo. Su reflejo mostraba la perplejidad de un hombre ante aquel rostro que ahora desconocía. Examinó cada surco y cada arruga minuciosamente y no encontró parecido alguno con la persona que un día fue, por muy rápido que el tiempo hubiese pasado. No sólo había multiplicado su peso, sino que dónde antes había una nariz pequeña y aniñada ahora irrumpían dos agujeros enormes sujetados por una prominente giba y donde estuvo una vez una sonrisa partida de labios cortados se han colocado dos líneas finas arrugadas, casi imperceptibles. Se echó a llorar. Durante largo rato se observó a sí mismo con una esclerótica extraña empapada. Su nuevo cuerpo era agotador, le costaba manejar aquellos muslos rollizos. Tras una dura travesía logró llegar al sofá. Al sentarse notó más que nunca aquella acumulación de grasa que bordeaba su tronco empezando en el ombligo. Era como si estuviese dentro de una piscina llena de tocino de cerdo. Ahora creía hallarse en un universo ilusorio, pensaba que ese cuerpo en el que se encontraba atrapado se interponía en la realidad. Había que superar la barrera cárnica para llegar a la vida, mientras tanto estaría muerto. Pero su cuerpo no volvió a cambiar, salvo las pequeñas variaciones que se sufren con la edad, nunca más padecería semejante metamorfosis. Por mucho ejercicio que realizara y poco que comiera jamás adelgazo un solo gramo. Vivió, pues, a pesar de creerse muerto, luchando contra su cuerpo y murió porque aquella guerra resultó ser ímproba y extenuante.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Todos cambiamos, algunos luchamos contra esos cambios, otros no. No hacerlo, claro, no es lo mismo que aceptarlos. Felicidad y tristeza son las dos caras de la moneda llamada "cambio"...

Mario Pina dijo...

El cuerpo ha de ser cómplice nuestro porque ya tiene bastante con que lo subyuguen al alma. Dale un beso a Sayuri de mi parte.

Un abrazo, Alba.

Marinel dijo...

Dios qué estrés, qué sufrimiento...
¡Pobre hombre!
La verdad es que cambiamos con la edad, y de eso no hay duda.
Lo hacemos sin apenas darnos cuenta y un buen día te miras al espejo y piensas en dónde se ha metido aquella chiquilla de largas trenzas...
Lo importante es ser realista,saber que se va a cambiar e intentar hacerlo con gallardía, sin bajar la guardia.
Hay que cuidarse mucho para no caer en el abrazo, no sólo de la grasa tocinal, sino en tantas otras cosas...
Tal vez así, no dejemos de reconocernos nunca.
¡Importante!:No dejar nunca de lado la niñez, guardar siempre un poquito de infancia para sacarla de paseo...
Besos,escritora.