lunes, 2 de noviembre de 2009

Vicios

Les invito a que se paseen por Villayna, todos los viernes de 19:00 a 20:00 en directo desde Canal 13 (100.7 FM Valencia) o a través de Internet. Les dejo mi colaboración de esta semana. Pueden escuchar más en la página del programa o en el blog de Javi Rumí
Video thumbnail. Click to play
Click to Play
¿Se puede ser adicto a una droga que nunca has probado? La respuesta es sí. Seguramente soy el mejor ejemplo para explicar esta teoría, ya que me convertí en una fumadora empedernida mucho antes de mi primera calada. Vengo de una familia de no fumadores. Lo lógico hubiese sido que yo, siguiendo la tradición, me hubiese alejado del humo. Pero no, ocurrió todo lo contrario, ya de pequeña sentía que los cigarrillos me llamaban, invocando mi nombre cada vez que eran encendidos. Recuerdo que con cinco años mi madre me llevaba a un parque cerca de casa. Íbamos siempre a la misma hora, y siempre estaban allí los mismos niños que la última vez, salvando a algún despistado que se hubiese saltado los turnos de entrada y salida que tácitamente se habían pactado en aquel parque. El caso es que solía jugar al escondite con estos niños todas las tardes de seis y media a ocho, y yo ya tenía un rincón habitual en el que ocultarme: detrás de un abuelito que se sentaba en el banco más alejado de los columpios y que cada tarde se fumaba lentamente un habano mientras yo dejaba que el humo se propagara por mis pulmones, sintiéndome purificada cada vez que inhalaba.

Seguí beneficiándome del humo ajeno hasta que un día, a los trece, me ofrecieron un cigarrillo. Me gustó demasiado, y, como todo esto socialmente está mal visto, traté de disimular la satisfacción que éste me proporcionaba. Aunque no por ello dejé de fumar, robaba pitillos a diestro y siniestro y me los fumaba sola, porque manteniendo aquel placer en secreto atenuaba la culpa que experimentaba cada vez que me llevaba a la boca un cigarrillo.

El tiempo pasó y yo continué con mi ritual, dándole de vez en cuando a aquel vicio clandestinamente. Pero, a pesar de todo, me negaba a reconocer que estaba enganchada, porque nunca en todos esos años había pagado por aquel tabaco. Siempre conseguía apañármelas para robárselo o gorronearle a alguien. El momento decisivo llegó cuando un día se me acabó cualquier alijo que pudiese tener y me entraron unas ansias irrefrenables de fumar. No pude evitarlo, de repente perdí el control de mi cuerpo y mis piernas empezaron a caminar en dirección al estanco más cercano. Como un autómata compré un paquete. Lo abrí antes de llegar a casa y encendí el cigarrillo con una carga de conciencia enorme. Succioné contrita y cada calada me sabía más amarga que la anterior, ya que las había pagado y, tenía todos los puntos para convertirme oficialmente en una adicta, o quién sabe, quizá en algo peor. Aunque no me hagan mucho caso, todo esto son cavilaciones mías, porque tampoco he pagado por ninguno de sus besos, y aún así, ingresé en un centro de desintoxicación mucho antes de que me diera el primero.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sin ánimo de ser ocre, tu desrisa es horripilante, como una puerta chirriante desabriéndose y descerrándose continuamente o como un estertor en el oído.
Y creo que me olvido de algo, pero seguro que no es importante.